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Capítulo 4:Primer Encuentro

La condescendencia de aquel hombre fue como una chispa en un barril de pólvora. Mi padre estalló con un grito visceral que hizo temblar las paredes.

—¡No! ¡Nadie se va sin ese maldito piano!

Su rostro se transformó, adoptando una expresión que nunca antes había visto. Era como si en su rabia se hubiera despojado de toda humanidad. Y en ese momento supe que ya no había más que pudiera hacer. Quise correr, pero mis piernas estaban paralizadas por el miedo.

No quería otra cosa que proteger su memoria. Era lo único que me quedaba de ella, el eco de sus risas, la dulzura de sus canciones. Pero él no lo entendía. Para mí, ese piano no tenía precio. Era un relicario de emociones, un testimonio de amor.

Su gritos seguían perforando el aire, y yo, vencida, me acobardé. La presión en mi pecho creció, un peso asfixiante que se propagó hasta mis oídos. No pude decir nada, pero cuando mis piernas finalmente reaccionaron, salí corriendo del salón.

El pensamiento de mi madre, siempre tan amable, me llenó de tristeza. Si estuviera viva, estoy segura de que estaría devastada. Por defender a Olivia, a quien nunca quise, se llevaron lo único que me quedaba de ella. La rabia creció, envolviendo mi pecho, hasta que solo quedaba un vacío ardiente.

Corrí a la cocina buscando consuelo en Genoveva. Ella siempre sabía cómo calmarme, pero no estaba allí. Mi desesperación aumentó y salí al jardín, buscando algo, cualquier cosa, que me diera paz. Corrí sin rumbo, dejándome llevar por el caos dentro de mí.

Cuando el aire me faltó, aminoré el paso y caminé. Los árboles se alzaban como gigantes silenciosos, testigos de mi desamparo. Pensé en los días felices, en los años en que todo parecía posible. Los recuerdos me alcanzaron como una ola implacable, y caí de rodillas al pie de un árbol. Allí, sola y rendida, dejé que las lágrimas fluyeran. No pude contenerlas más.

El llanto comenzó a crecer, transformándose en un dolor desgarrador que no solo resonaba en mi pecho, sino que perforaba lo más profundo de mi alma. Mis lágrimas parecían dirigirse al cielo, como una súplica recibiría respuesta.

—Lo siento, mamá... —murmuré entre sollozos que cortaban mi respiración—. No pude protegerlo... No fui lo suficientemente fuerte... Yo... ya no puedo más.

Mi vista se nubló y el mundo se desdibujó. Todo era un caos, y no supe si aquello que estaba experimentando era real o un sueño cruel.

A lo lejos, entre la neblina de mis emociones, creí verla. Mi madre. Estaba igual que en el último recuerdo que tenía de ella: su piel de porcelana, tan delicada como una flor; su cabello rojizo que brillaba como el fuego bajo la luz del sol; sus ojos azul profundo que alguna vez me dieron paz; sus mejillas rosadas que llevaban consigo una ternura infinita; y aquella sonrisa deslumbrante que parecía estar destinada a sanar las heridas del mundo.

Caminó hacia mí, y al tenerla frente a frente, el aire me faltó. Todo lo que era mío se detuvo en ese instante. Extendió su mano, y cuando la toqué, me levantó con una calma que solo ella poseía. Me miró con dulzura y volvió a regalarme esa sonrisa, la que tantas veces añoré en mis noches más oscuras.

Intenté hablar, pero no encontré palabras. Y entonces su expresión cambió; la tristeza y el miedo se apoderaron de su rostro.

—Lo siento —susurró.

Lágrimas comenzaron a rodar por sus mejillas, y yo, atrapada en mi propia mudez, fui incapaz de responderle. Con un temblor en su voz, continuó:

—Perdóname por haberlas dejado. Nunca fue mi intención. Las amo, mis pequeñas. Solo quiero que estén bien...

Quise hablar, quise decirle que la necesitaba, que su ausencia era una herida que jamás sanaría. Pero mi voz no acudió a mí, como si también me hubiera abandonado. Ella no esperó. Limpió las lágrimas de mis mejillas con una ternura infinita y me acarició suavemente el cabello. Luego, dio media vuelta y empezó a alejarse.

Por un momento, me quedé inmóvil, como si el mundo se hubiera detenido junto con ella. Cuando finalmente reaccioné, quise correr tras ella, pero su presencia había desaparecido como el eco de un recuerdo. Ya no estaba. Mi llanto persistía, pero esta vez venía cargado de una mezcla incontrolable de emociones: alegría efímera, ira acumulada y una tristeza que me envolvía como un manto pesado.

“¿Por qué te fuiste? ¿Por qué nos abandonaste? Mamá, te necesito... Te necesito más que nunca…”

Cuando las lágrimas finalmente se agotaron y la fatiga me obligó a seguir adelante, decidí regresar a casa. En el camino, me encontré con Olivia.

—¡Dios Santo, Mariella! ¿Qué demonios haces aquí? ¡Padre te está buscando como loco!

—¡Pues que siga buscando! ¡Me da igual!

Intentó tomarme de la mano, pero la aparté con un movimiento brusco. Sus ojos, llenos de desconcierto, se clavaron en mi rostro, buscando respuestas.

—¿Qué te pasa? —suspiró con exasperación—. ¿Por qué actúas así conmigo? Padre está preocupado por ti.

Por un instante, la tristeza que me consumía se desvaneció, y dejé que el enojo tomara el control.

—¿Padre? ¿Preocupado? ¿Eres idiota, Olivia? ¡Déjame en paz! ¡Por tu culpa se llevaron lo único que me quedaba!

Ella me miró, confundida, sin comprender de qué hablaba. Su silencio solo avivó mi furia; necesitaba verla reaccionar, sentir que entendía el daño que había causado.

—Tenías razón, ¿sabes? Nunca debí meterme en tus asuntos. ¡Qué estúpida fui al intentar ayudarte! Pero tranquila, no volveré a cometer ese error. Espero que te largues de aquí, y que sea pronto.

Me alejé, con el corazón hecho pedazos. Quería llegar a casa, encerrarme en mi habitación y desaparecer del mundo, pero todo deseo de refugio se esfumó al verlo esperándome en la puerta. Me detuve en seco, mirándolo fijamente. Su sonrisa, cargada de satisfacción, me revolvió el estómago.

—¿Todavía quieres desafiarme? —preguntó con una calma que me enfureció aún más.

Tragué mi orgullo para responder, pero no pude ocultar la tristeza en mi voz.

—No.

—Entonces entra a la casa y límpiate. Estás hecha un desastre —dijo con desprecio—. Y quítate esos harapos, parecen de una campesina.

Entró sin mirar atrás, seguido por Olivia. Yo me quedé allí, sintiéndome la única que cargaba con el peso de lo ocurrido. Perder algo que pertenecía a mi mamá me dolía más de lo que estaba dispuesta a admitir.

Subí a mi habitación, me duché y me metí en la cama. Lloré hasta que padre volvió a buscarme.

—¿No piensas ir a tus clases? —dijo, cruzado de brazos, con esa mirada que tanto detestaba.

Lo miré desde mi cama, con la bata aún húmeda y la ira ardiendo en mi rostro.

—No. ¿Qué vas a hacer? ¿Golpearme? ¿O vender otra cosa que no te pertenece?

Bufó, como si mis palabras no le importaran.

—No entiendes nada, ¿verdad? Trato de enseñarte algo, pero te lo tomaste demasiado personal. Era algo sin valor, un estorbo.

Me levanté, aturdida por sus palabras. ¿Qué clase de lección pretendía darme? ¿Cómo podía justificar lo que había hecho?

ㅡ¡Tal vez para ti no significara nada, pero para mí era un pedazo de mi mamá! —mi voz se quebró, y aunque odiaba mostrarme vulnerable, no pude evitarlo—. ¡Nunca te lo voy a perdonar! ¡Lárgate de aquí! ¡Ya no me importa lo que hagas!

Él avanzó hacia mí con pasos pesados, su mirada cargada de furia. Me tomó del brazo con una fuerza que dolía y acercó su rostro al mío, gritando con una rabia que me heló la sangre:

—¡Deja de comportarte como una maldita niña! ¡Sé una mujer de verdad! ¡Tu madre está muerta, ¿entiendes?! ¡Muerta! ¡Y así seguirá por siempre!

La presión en mi brazo aumentaba, como si quisiera aplastar mi resistencia. El dolor era insoportable.

Intenté zafarme, pero su agarre era de hierro. Desesperada, supliqué: ¡Suéltame! Pero él no me escuchó. Jalé con todas mis fuerzas y grité: ¿Cómo puedes hablar así de ella? ¡Era la madre de tus hijas!

—¡Sí, era su madre! ¡Pero también era una inútil, igual que tú!

Me lanzó a la cama como si no fuera más que un objeto. Se marchó, dejando tras de sí un vacío que me consumía. Quise llorar, pero ya no tenía lágrimas. Solo me quedé ahí, rota.

Los días siguientes fueron un borrón de silencio y hambre. Genoveva insistía en que comiera algo, pero mi cuerpo se negaba. Solo quería volver a ver a mi mamá, como aquel día en el bosque. Quería saber si aquello había sido un sueño, entender por qué decía que no quería dejarnos.

¿Significaba algo? ¿Qué pasó esa última noche? ¿Por qué no recuerdo más? ¿Por qué no pude despedirme de ella? ¿Por qué papá cambió tanto desde entonces? 

Voy a descubrirlo. No importa cuánto me cueste. Lo lograré.

Me desperté más temprano de lo habitual, aunque no fue por decisión propia. Si no por qué Genoveva entró de repente a mi habitación, y su agitación me asustó por un momento.

—Ay, señorita Mariella, lamento haberla despertado —se disculpó con ternura, sujetando la ropa entre sus manos.

Su preocupación parecía tan genuina que, sin quererlo, me conmovió.

—No se preocupe, nana, realmente no estaba dormida. Pero dígame, ¿qué ocurre? La noto algo apresurada.

—Mi reina, tu padre tiene una visita importante hoy, y necesito que me ayudes con algunas tareas en la casa. Además, no he visto a tu hermana en toda la mañana —respondió con inquietud.

—Está bien, nana, solo déme un momento para asearme y vestirme —le aseguré con una sonrisa tranquila.

—Claro, claro —dijo mientras asentía, aunque su expresión seguía algo cargada. Dudó un instante antes de girarse hacia mí de nuevo.—Por favor, vístete elegante. Hoy es un día especial —me pidió con suavidad.

Se marchó cerrando la puerta con delicadeza, casi como si no quisiera interrumpir mi tranquilidad.

¿Por qué era un día especial? Mi padre solía recibir visitas constantemente, y nunca parecían ser más que simples encuentros. ¿Qué hacía que esta vez fuera diferente?

En un gesto que me llenó de paz, dejé caer un par de rosas rojas en la bañera; parecían vibrantes y hermosas, como si alegraran el espacio con su presencia. 

Eran de los rosales de mamá. Ella siempre decía que las rosas no solo eran hermosas, sino también fuertes. En invierno, su aspecto frágil hacía parecer que morían, pero en realidad solo descansaban, preparándose para renacer con más color y una fragancia aún más dulce. Cada vez que me lo decía, su mirada brillaba con amor, y aunque en el pasado lo tomaba como una simple lección, hoy esas palabras se sentían mágicas. El renacer de una rosa siempre era un pequeño milagro.

Volví a admirar mi cuerpo. Me encontré a mi misma alzando la mano. El roce de mis dedos entre la piel de mis senos me hacía experimentar algo extraño pero que para mi sorpresa, se sentía magnífico. 

Un cosquilleo me recorrió hasta asentarse en mi entrepierna. No entendí muy bien por qué, pero algo me llevó a dirigir mi mano hacia allá. El tacto se sentía demasiado... placentero. 

Esa sensación se extendió aún más cuando empecé a hacer movimientos suaves con mi mano. La magnificencia del momento me desconectó de la realidad y me dejé llevar por los impulsos que no sabía que tenía. Cerré los ojos y continué más apresurada, ansiosa, aumentando el ritmo con la mano, mi respiración también se agitó hasta que no podía escuchar nada más allá de mis espontáneos gemidos. 

¿Pero que era esto? Las piernas me temblaban, deseosas. Exigían que fuera más veloz e intenté complacerme. Mi cuerpo aún estando en agua fría se sentía demasiado caliente. Sentí que el sudor comenzaba a emanar, pero no me importó.

Jadeos. Gemidos. Piel cálida, resbalosa, mojada. Desliz, una y otra vez. Más y más rápido hasta que sentí una pequeña explosión y todo acabó. Fue como si mi cuerpo se hubiera liberado.

ㅡ¡Señorita Mariella! ㅡoí a mi ladoㅡ. ¿Qué está haciendo?

Casi salté de la tina, salpicando agua en el suelo y cubriéndome con las manos el pecho, o 0al menos eso intenté.

ㅡ¿Qué? ㅡchilléㅡ. No hacía nada

Pude sentir como mi cara se calentaba , estaba avergonzada de que me haya encontrado de esa forma. Ni siquiera pude mirarla a los ojos del pudor que sentía.

ㅡYo sólo estaba teniendo un momento de... ㅡbusqué palabra para ello, pero no se me ocurrió nada que no me dejara mal paradaㅡ paz

Me miró algo desconcertada pero no dijo nada. Dejó una toalla y salió del baño.

En cuanto volví a estar sola, dejé caer mi cabeza hacia atrás. Qué embarazoso.

No quise salir enseguida, estaba demasiado apenada pero tuve que hacerlo.

Frente a mi cama, en silencio, bajé la cabeza.

¿Cómo había sido capaz de hacer eso? Y enfrente de la nana.

Mamá pensaría que soy asquerosa...

Alguien se acercó a mí y me levantó el rostro. Nana acarició mi cabello y me tomó de la mano.

ㅡNo sientas vergüenza querida. En todo caso, yo te debo una disculpa. Lamento haber entrado sin tocar

ㅡNana... ㅡintenté decir, pero ella no me dejó.

ㅡDéjalo ㅡinsistió y me regaló una sonrisaㅡ. Agradece que no entró tu padre

Un sonido interrumpió nuestras risas bajas. Era él, ambas nos dimos cuenta. Nana suspiró al ver mi expresión.

ㅡCreo que lo llamamos ㅡbromeó en un intento de romper la tensiónㅡ. Vístete, dijo que en cuanto llegue quería hablar contigo

Sonrió y besó mi frente antes de salir.

Estando un poco más tranquila bajé. Mi padre estaba en su despacho así que me dirigí hacia allá.

Di dos golpecitos en la puerta y entré. Estaba mirando por la ventana hacia el bosque, con las manos cruzadas detrás de la espalda.

—Comenzaba a creer que nunca bajarías —habló, serio—. Tengo entendido que ustedes, las mujeres, son tardadas para el aseo, pero no sabía que podían demorar tanto. Tu madre no lo hacía —como si hubiera cometido un error colosal, se corrigió—. Bueno, sólo lo hizo una vez.

No supe cómo interpretar eso último, así que no me molesté en analizarlo.

—Perdón, no encontraba algo adecuado para ponerme.

Él no pareció convencido, así que tampoco prestó atención a mi pequeña disculpa.

—Pero aquí estoy, así que dime para qué me necesitabas.

—¿Para qué podría un padre necesitar a su hija? —se volteó y me dedicó una mirada que no pude sostener.

Aún estaba un poco fuera de mí misma por lo que pasó en el baño.

—Supongo que la necesita para estar seguro de que alguien va a estar con él, tal vez sirviendo —murmuré.

Él soltó una carcajada y se levantó.

—La necesita para que sea su orgullo a falta de un hombre y, ¿por qué no?, para algunos mandados también.

Se dirigió hacia mí con pasos lentos mientras seguía:

—Dicho eso, tu tarea el día de hoy será ir con el sastre Gasper al centro de la ciudad y traerme dos rollos de tela. Quiero uno de muselina perlada y el otro de seda blanca —su mirada despectiva me escrutó—. Creo que eres capaz de hacer esta pequeña tarea.

—Claro —respondí automáticamente. Ni siquiera presté demasiada atención.

Cuando me di cuenta, ya estaba junto a mí. Él quiso poner su mano sobre mi hombro, pero no lo dejé.

Padre hizo preparar el carruaje y le indicó al cochero familiar cuál sería mi destino. Mi única tarea era subir y disfrutar de la vista. Y no podía quejarme: el bosque desplegaba su magia con su frescura, su fragancia embriagadora, su tranquilidad y esa vida oculta que parecía susurrar entre las ramas.  

Tras una hora de viaje, la ciudad nos recibió con sus calles desiguales y bulliciosas. Mientras avanzábamos hacia el centro, mi mirada se posó en un pozo donde personas de aspecto famélico y descuidado bebían agua. Niños corrían descalzos, con rostros sucios y risas que parecían desafiar su realidad. Sus cuerpos flacos y desnutridos me llenaron de pena. Algo dentro de mí se estremeció.  

Cuando el carruaje se detuvo, el cochero abrió la puerta. Bajé con elegancia, mi guante cubría mi mano mientras empujaba la puerta de la tienda.  

—¿Está disponible el señor Gasper? —pregunté con una sonrisa calculada.  

El hombre en el mostrador me miró con entusiasmo y me tomó del brazo, como si mi presencia le trajera algún alivio inesperado.  

—Señorita Mariella, qué gusto volver a verla. ¿Qué la trae por aquí?  

El sonido de la campanilla en la entrada rompió el momento. No le presté atención, convencida de que sería el cochero.  

—Mi padre me envió por unas telas —informé—: muselina perlada y seda blanca.  

—Por supuesto, déjeme buscar lo que necesita.  

Mientras me giraba para inspeccionar la tienda, algo captó mi atención. La persona que había ingresado no era el cochero, como suponía. Su figura, envuelta en un aire de misterio, se movía con precisión entre las sombras de la tienda. Por un instante, desear estar sola dejó de ser reconfortante.  

Suspiré, inquieta. Mis ojos se dirigieron hacia la ventana, donde el carruaje y el cochero permanecían inmóviles, observándome. Sentí el peso de esa mirada, pero decidí ignorarlo. En su lugar, me sumergí en el caos ordenado de la tienda, dejando que mi mente divagabara.  

Sin embargo, ese nuevo visitante no se desvanecía de mis pensamientos. Y con cada respiro que tomaba, algo inexplicable comenzaba a germinar dentro de mi.

Mis ojos vagaron por el entorno, atrapados en un laberinto de pensamientos. Sin darme cuenta, un suspiro escapó de mis labios, buscando alivio.

—No creo que pensar hasta el agobio sea muy bueno, ¿no cree? —su voz, cargada de un sarcasmo sutil, me arrancó del trance.

—¿Disculpe? —logré murmurar, mi mente aún tambaleándose entre la realidad y el eco de mis reflexiones.

Sus ojos, oscuros como un abismo, se posaron en mí. Sentí cómo mi cuerpo se congelaba bajo su mirada, atrapada en un hechizo que no podía romper.

—¿Le molesta si le hablo? —preguntó, su tono tan calmado como intrigante.

Intenté procesar sus palabras, pero me perdí en la intensidad de sus ojos, en ese destello peculiar que parecía esconder secretos. Era algo... fascinante. Mientras esperaba mi respuesta, me atreví a observarlo con más detalle, como si mi curiosidad fuera más fuerte que mi desconcierto.

Su piel, pálida como porcelana, contrastaba con sus labios rosados, que brillaban con una suavidad casi irreal. Su atuendo era impecable: pantalones negros, una camisa blanca con las mangas dobladas hasta los codos, y un chaleco negro que albergaba un pequeño reloj de bolsillo, cuya cadena relucía con un aire de lujo discreto.

El aroma de su perfume me envolvió cuando se acercó, un olor embriagador que parecía diseñado para desarmar cualquier resistencia.

—¿Estás bien? —inquirió, su voz rompiendo el silencio con una mezcla de preocupación y curiosidad.

Por segunda vez, me tomó por sorpresa. Había esperado que se marchara tras mi falta de respuesta, pero ahí estaba, firme en su lugar. Así que, finalmente, respondí:

—Claro, sólo que no esperaba hablar con un desconocido hoy.

Él sonrió, y su gesto fue una mezcla perfecta de dulzura y timidez, como si en esa sonrisa se escondiera un enigma que solo el tiempo podría desvelar.

—Permíteme presentarme. Soy Bastian, un placer conocerte.

Tomó mi mano con delicadeza y depositó un beso suave sobre ella. Algo en ese gesto me desarmó por completo; el nerviosismo me atrapó, robándome las palabras. Él, sin embargo, esperó con una paciencia que me pareció infinita, dándome espacio para encontrar mi voz.

—Mariella Collins —logré decir, aunque mi voz temblaba.

Sus ojos se abrieron ligeramente al escuchar mi apellido, reflejando una sorpresa que no intentó ocultar.

—Una de las grandes Collins, ya veo.

Sonreí, sin saber muy bien cómo responder. Era una sonrisa genuina, algo que hacía tiempo no me salía de forma natural. Creo que él lo notó.

—Parece que has tenido días difíciles, aunque espero estar equivocado.

Suspiré, dejando escapar un poco de la carga que llevaba encima.

—Para mi desgracia, no te equivocas. Pero solo han sido un par de noches sin dormir. Estoy bien.

No dijo nada más, y yo tampoco. Nos quedamos mirándonos, atrapados en un silencio que no necesitaba palabras. Cuando dio un paso más hacia mí, me di cuenta de lo cerca que estaba. 

Su mano se posó suavemente sobre la mía, y mi respiración se volvió un caos. Sentí el corazón en la garganta cuando vi que estaba a punto de hablar.

Entonces, el señor Gasper regresó. Como un reflejo, aparté mi mano y rompí el contacto.

—Señorita

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