William me llevó adentro con una calma que parecía calculada. Ordenó a su mayordomo que preparara la habitación de invitados para mí, como si todo estuviera bajo control. Me ofreció ropa cómoda para dormir y me dejó ducharme, un gesto que, aunque amable, no logró aliviar la sensación de extrañeza que me envolvía.
Mientras el agua corría sobre mi piel, el mal sabor del momento con mi padre seguía atormentándome, como un eco persistente en mi mente. Me acosté en la cama, tratando de despejar mi cabeza, pero los pensamientos se aferraban a mí como sombras.
Apenas cerré los ojos, William entró en la habitación. Su caminar tranquilo contrastaba con el torbellino de emociones que yo sentía. Traía una taza en sus manos, que dejó suavemente en el mueble de noche antes de sentarse a mis pies.
—Te traje una taza de té para que puedas relajarte un poco —dijo, con una voz que parecía genuina.
—Estoy bien, William —respondí, dándole la espalda—. Pero gracias.
—Yo sigo confundido y sorprendido por