Después de un rato, el silencio se volvió absoluto. Una inquietud helada se apoderó de mí al pensar que algo podría haberle sucedido a Genoveva. Sin perder más tiempo, decidí bajar las escaleras. La casa estaba envuelta en una densa y extraña nebulosa, como si el aire mismo supiera que algo estaba terriblemente mal.
Recorrí cada habitación, una por una. Llamé, grité, pero nadie respondió. Revisé el despacho de mi papá, con la esperanza de encontrar alguna señal de vida, pero estaba tan vacío como el resto de la casa. La desesperación comenzó a apretar mi pecho, y cuando finalmente me rendí, mis pasos me llevaron hasta la cocina. Pensé que también estaría desolada, pero ahí estaba ella, mi querida nana Genoveva, inclinada sobre la mesa, recogiendo los restos de comida de los platos abandonados.
Mi sonrisa se desvaneció al instante al notar el temblor en sus manos. Lloraba. Sin pensarlo dos veces, me acerqué a ella, llena de miedo.
—¿Nana? —mi voz salió entrecortada, apenas audible.
Gen