No he vuelto a dirigirle la palabra a mi padre desde aquel fatídico encuentro. Aunque compartimos el mismo techo, hacemos todo lo posible por evitarnos; nos esquivamos en las comidas, en los pasillos, y en cada rincón de la casa que antes parecía tan pequeña.
William y yo teníamos una cita para afinar los últimos detalles de la boda, pero mi ánimo estaba hecho pedazos. Esa mañana sentía el peso de una derrota que no podía ignorar. Había dado todo de mí en una lucha que parecía interminable: intenté dialogar con él, le enfrenté en discusiones llenas de furia, me rebelé, y luché con cada fibra de mi ser... Pero fue inútil. Siempre fue inútil. Su orgullo era un muro impenetrable que ninguna de mis acciones podía derribar.
—Te dije que tenías que estar lista temprano —me espetó con su típica frialdad.
En ese momento, lo vi reflejado en el espejo. Su semblante vacío, desprovisto de cualquier emoción, hizo que mi rabia se encendiera como un fuego voraz.
—No soy tan rápida, sobre todo cuando