La nueva era.

POV Leonard.

En aquel largo pasillo iluminado de candelabros, vi a Valentin de pie. Sus ojos repararon mi atuendo, como si intentara asegurarse que nada faltaba.

—Su alteza, está listo.

—¿Qué es lo que se celebra? —le pregunté con duda—. ¿Por qué mi padre ha pedido que yo…?

—Adelante, alteza. Su majestad lo espera.

Las palabras de mi padre me daban vueltas en la cabeza y recordé entonces, una conversación que tuvimos días atrás.

Hace unos días, mi padre me sorprendió con algo poco habitual, me invitó a recorrer el jardín en su caminata de la mañana. No era costumbre en él buscar mi compañía a esas horas, menos en su preciado recorrido matutino. Desde ese día he sentido algo extraño, como si hubiese una razón oculta tras aquel gesto.

Al principio la charla fue ligera, sobre el clima, las cosechas y las noticias recientes de la corte. Pero, de pronto, con la misma naturalidad con la que uno comenta un cambio de estación, deslizó una frase sobre el matrimonio. No insistió, no me interrogó, solo dejó caer la idea como quien deja una sombra en la mesa.

Fingí que lo tomaba con calma, pero desde entonces esa palabra no ha dejado de resonar en mi mente. Matrimonio. Como si fuese una advertencia, o el preludio de algo que tarde o temprano tendría que enfrentar.

El comedor del palacio siempre me ha parecido más un templo que un lugar para compartir alimentos. Las paredes estaban recubiertas de tapices en tonos profundos, bordados con escenas de batallas y coronaciones pasadas, como si cada puntada me recordara el peso de la sangre que llevo en mis venas. La mesa, larga y oscura, de roble macizo, se extendía como un río interminable entre mi padre y yo, reforzando la distancia que nos separaba mucho más allá de lo físico.

Sobre nuestras cabezas, enormes candelabros de plata sostenían decenas de velas encendidas, cuyo resplandor vacilante arrojaba sombras alargadas sobre las paredes. En la parte central colgaba el retrato de mi madre, enmarcado en oro. Su mirada serena parecía atravesar la sala, observándonos desde ese lugar eterno donde ni el tiempo ni la enfermedad pueden alcanzarla. Había noches en las que creía que sus ojos buscaban a mi padre, otras, en las que juraba que me miraban a mí.

Alejé la mirada de aquel retrato de mi madre y volví a tragar sonoramente, porque ahora me encontraba con los ojos del rey.

Estaba sentado en su sitio habitual, erguido y solemne a pesar del cansancio que lo consumía. El peso de los años y sus percances de salud habían dejado huellas en su semblante, pero la dignidad permanecía intacta, como si se negara a ceder ante la fragilidad. Su sola presencia imponía respeto.

—Su majestad —mencioné con firmeza.

Avancé hasta el extremo opuesto de la mesa. Un sirviente, con movimientos medidos y ceremoniosos, retiró mi silla y me indicó que tomara asiento. El crujir de la madera en aquel silencio casi sagrado resonó más fuerte de lo que esperaba. Sentí el frío de la distancia entre mi padre y yo, una brecha que ni la mesa ni los candelabros lograban iluminar del todo.

Con solo sentarme en aquella mesa, mi padre autorizó el paso de la comida. Levanta su mano con delicadeza, es un gesto pequeño, pero de inmediato las puertas se abren.

Los sirvientes pasan en fila, se mueven de manera perfecta, como si ensayaran la entrada. Las bandejas cubiertas con campanas de plata comenzaron a desfilar sobre la mesa, una tras otra, hasta que el aire mismo se impregnó del aroma cálido de las especias y la manteca derretida.

—Es un banquete como el de la celebración de la cosecha. ¿Así de especial es esta noche, majestad?

Mi padre me mira y asiente.

—Su majestad y alteza —dice Augusto, el cocinero mayor del palacio.

Augusto a cocinado para la familia real desde hace mucho tiempo, ya cabello blanco y piel arrugada, pero manos firmes. Tres décadas exactamente, tres décadas sirviendo a la familia real.

—Esta noche hemos preparado un banquete digno de la ocasión. Como entrada, una sopa de ave real con hierbas frescas de los jardines del palacio, acompañada de pan crujiente amasado esta misma mañana.

El aroma me iba abriendo el apetito.

Cada uno de los sirvientes fue descubrieron los primeros platillos, y un vapor fragante ascendió, llenando la sala.

—El plato fuerte —continuó August—. Es cordero asado en vino especiado, con guarnición de hortalizas glaseadas en miel y especias traídas de oriente.

El cocinero mayor iba hablando, pero mis pensamientos me estaban sacando del gran comedor. Solo veía como destapaban las comidas.

—Gracias, August. Que todos se retiren. Deseo hablar con mi hijo en privado.

En un abrir y cerrar de ojos, los sirvientes y cocineros abandonaron la sala, dejando tras de sí la mesa llena y un silencio aún más pesado que antes.

—Imagino que te sorprende esta cena —dijo mi padre con voz grave, rompiendo al fin el silencio—. No es algo que suela hacer, pero esta noche no podía permitirme la rutina de siempre.

Con un movimiento sereno de su mano, los cocineros recibieron la orden. Uno tras otro, los sirvientes descubrieron los platos, acomodándolos con la precisión de un ritual. La mesa quedó llena de aromas exquisitos, pero yo apenas podía mirarlos; el apetito de repente me había abandonado.

—Sé que estás impaciente por entender la razón de todo esto —continuó mi padre, fijando en mí una mirada que parecía atravesarme.

—Así es, majestad —respondí, cuidando de mantener la compostura.

Tomó aire lentamente, como si las palabras fueran demasiado pesadas. Al mencionarme a mi madre, su voz se quebró apenas un instante. Recordó su amor por ella, lo que significó en su vida y cómo, tras su ausencia, el mundo se volvió más frío y solitario. Ese silencio posterior fue insoportable, como si el eco de su dolor hubiera llenado la sala.

—Mi cuerpo me está pasando factura, Leonard. Los años avanzan, mi salud se deteriora, y temo que mi tiempo se acorte más de lo que desearía. No quiero dejar este mundo sin verte preparado. Ha llegado el momento de que formes tu propio hogar, que asegures un linaje que proteja el futuro de Dalmora.

Sus palabras me atravesaron como cuchillas.

—No deberías hablar de esa manera, padre. Mira tú semblante, estás… estás… ¡Reluciente!

—Hablo enserio.

—¿Padre… qué intentas decirme? —pregunté con la voz tensa.

—A partir de mañana debes encontrar una esposa. He seleccionado a un grupo de damas de sangre noble, seleccionadas con cuidado para ti. Entre ellas deberás elegir a tu futura esposa. Ese es tu deber como príncipe heredero.

Mi alma iba saliendo de mi cuerpo, creo que el aire me ha empezado a faltar.

De la nada, las palabras han faltado, quise protestar, pero bastó un solo vistazo de su parte para que mi voz muriera en mi garganta.

—No hay nada que discutir —sentenció—. Al amanecer, partirás.

—Pero, padre. creo que esto es algo que debemos discutir más a fondo, ¿no crees?

—Es hora de empezar con el banquete, hijo.

Mi padre toma los cubiertos y empieza a comer, desde ese momento no pude decir nada más.

Respiraba de manera diferente, mi corazón estaba agitado. No sé cuánto tiempo llevo así que solo escuché que mi padre ha rodado su asiento.

Levanté mi mirada y lo vi ponerse de pie, con la misma solemnidad con la que había empezado la conversación y sin más, salió del salón, dejándome anclado en la silla, incapaz de probar un solo bocado.

Mi mente nublada fue despejada por el llamado del secretario.

—Alteza —la voz de Valentín quebró mi aturdimiento—. Creo que lo más sensato es que se retire a descansar. Mañana nos espera un día exigente.

Lo miré con mi ceño fruncido.

—Entonces… entonces tú…

—¿No comerá nada, príncipe? —preguntó mirando mi plato intacto.

—¿Tú lo sabías, y no me lo dijiste? Pensé que eras mi confidente, Valentín.

—Lo soy. Pero por encima de todo, sirvo a su padre. Su voluntad fue mantenerlo en secreto hasta este momento, y yo cumplí con mi deber.

Puse mis manos en la mesa con brusquedad.

—¡Tenías que advertirme! —protesté, sintiendo cómo la desesperación se me clavaba en el pecho—. No estoy preparado para algo así.

Él suspiró, y en sus ojos había comprensión, pero también firmeza.

—Lo sé, Leonard —me habló con cercanía—. Pero lo único que puedes hacer ahora es descansar. Mañana empieza una nueva era para ti. Una que marcará tu destino.

Intenté respirar con calma, aunque la angustia seguía oprimiéndome. Una elección forzada. Y un futuro que nunca pedí.

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