Emprendiendo un viaje.

Pov Leonard

El palacio estaba envuelto en un silencio casi absoluto. Ni siquiera el ulular del viento entre las torres logró distraerme de la agitación que sentía. Me tendí en la cama, pero el sueño parecía huir de mí como si se burlara de mis intentos de alcanzarlo.

¿Un grupo de mujeres? ¿Quiénes? ¿En qué momento mi padre seleccionó a un grupo de mujeres para mí?

Serán muchos rostros desconocidos que mi padre ha elegido por mí, como si el amor y la vida matrimonial pudieran reducirse a una lista de nombres y linajes.

Volví a levantarme de la cama y caminé por mi aposento, las luces de las velas iluminaban mis pasos cortos.

¿Cómo se supone que debo fingir interés? ¿Cómo puede alguien escoger a una esposa como si fuese un título más que añadir al poder de Dalmora?

No entendía como mi padre de manera repentina podía sugerir un compromiso solo porque siente que él… ¿Tal vez su majestad no se siente bien?

Me detuve y cuestioné mis pensamientos, pero negué con mi cabeza.

Regresé a la cama y me volví a recostar en el suave lino. Me giré sobre las cobijas blancas, apretando los puños contra las almohadas rellenas de plumas. ¿Es eso lo que significa ser el heredero? ¿Vivir atado a deberes que nunca elegí? Desde niño me recordaron que mi destino estaba escrito; gobernar, proteger al reino, asegurar descendencia. Pero nadie me preguntó si quería ser rey… o esposo.

Estaba destinado a esto y más aún, porque mis padres solo tuvieron a un heredero y por bendición, barón.

Cerré los ojos, y por un instante recordé la serenidad del retrato de mi madre en el comedor. Ella parecía capaz de enfrentar cualquier cosa con dulzura, incluso las obligaciones de la corona. Yo, en cambio, siento que cada vez que me atan con nuevas cadenas mi voluntad se quiebra un poco más.

Tal vez ese viaje no sea solo una búsqueda de esposa, sino la prueba definitiva de que mi vida no me pertenece.

Llegó la medianoche, y aún continuaba despierto, con la certeza amarga de que mi destino ya había sido escrito por otros.

Mi cuerpo sin descanso, sale de la cama al escuchar que ya están los sirvientes preparando mi baño.

—Buenos días, su alteza.

—Buenos días.

Mis ánimos no eran los mismos, los pensamientos me han consumido.

El agua tibia de mi baño me relajó un poco, escuchaba como seleccionaban las prendas para cada uno de los días que debo visitar a estas damas de la nobleza.

Por un momento quise deslizarme dentro de la bañera y respirar bajo el agua, y así acabar con la pesadilla.

—Todo está listo, su alteza —dice una de las damas mostrando los baúles con mis cosas—. Puede bajar al comedor, alteza. El desayuno está servido para usted.

—Mi padre… digo, el rey, el rey no está en el comedor.

—No, alteza. Pero ha pedido que preparen un desayuno reparador para usted.

Me pide salir del reino en busca de una mujer y de repente, no me da la cara.

Solté un suspiro y pensé, este es mi padre.

—Lo veía venir.

La amabilidad, las sonrisas y las miradas iluminadas, solo le demoraron un día.

Valentín estaba en el pasillo esperando a que saliera.

—Alteza, buen día.

—Valentín, tengo emociones negativas en contra de ti aún.

—Sé que el príncipe está molesto, pero debe entender mi posición.

—No, no puedo.

Iba acomodando la faja en mi cintura, la cual estaba ajustada.

—Pensé que podía confiar en ti.

—Puede hacerlo, alteza.

—No —respondí frenándome de inmediato—. Pude prepararme para esto, pero alguien decidió ocultarlo.

Llegué al comedor y en la mesa, junto al banquete que debía comer, había algunos cofres.

—¿Qué es eso?

—Su alteza, el rey pidió que esto sea entregado a usted.

—¿Qué es? —repetí.

—Son los obsequios que serán entregados a las jóvenes que han sido seleccionadas —explicó—. Cada una de ellas merece un presente digno de la ocasión. No solo irá a conocerlas, Alteza, también mostrarás la generosidad y grandeza de su reino.

Levanté una de las t***s de aquellas cajas de madera e hice un gesto.

Me quedé mirando aquellos objetos con una mezcla de recelo y desconcierto. Me parecían cadenas disfrazadas de adornos.

—El rey ordenó un banquete en su honor. Será tu última comida en el palacio antes del viaje.

Miré a Valentín sin comprender.

—¿Ultima?

—Saldrá hoy del reino y hará un recorrido por diferentes tierras, alteza. Retornará al palacio en unos días.

Por eso tantos baúles.

No encontré palabras para responder. Asentí, aunque por dentro sentía un nudo de resistencia.

—Alteza, el banquete está dispuesto. Su padre espera que tome fuerzas antes de partir —dijo uno de los cocineros, inclinando la cabeza.

Me cubrí el rostro con la mano. No tenía apetito. Lo último que deseaba era sentarme a una mesa a fingir entusiasmo por un viaje que aborrecía.

—Díganle a mi padre que no tengo hambre —gruñí.

El criado bajó la cabeza, incómodo, y se retiró en silencio.

—Esto no puede estar pasando.

Me levanté con desgano, paseando de un lado a otro de la habitación. Parte de mí ansiaba escapar, huir de todo aquello. Podía montar mi caballo y perderme en los bosques que rodeaban el reino. Podía ser libre por un instante.

Veía en un lado el reflejo de la presencia de Valentín.

—Debería comer, alteza. Nos espera un largo camino.

—¿Nos?

Lo miré de reojo.

—Sí, príncipe real. Yo iré con usted. El rey me ha pedido acompañarlo.

Eso me daba un poco alivio.

—Valentín, ¿Debo hacer esto?

Conocía la respuesta, pero necesitaba que alguien me lo recordara, pues la rebeldía ardía en mi pecho, podía tomar decisiones equivocadas.

—Dios lo ha seleccionado a usted, alteza. No lo vea como una obligación, sino como una bendición. El pueblo de Dalmora, su padre y su madre, confían en usted.

Bajé mi mirada y poco a poco la razón la fue sofocando.

Tomé la cuchara de plata y empecé a comer.

Más tarde, llamé a los sirvientes y permití que me ayudaran a llevar aquellos cofres o regalos al carruaje, prepararan todo, para salir en busca de una mujer.

Solté un suspiro frente aquel carruaje, miré a los soldados que guiarían el viaje, observé a Valentín revisando por última vez las cosas que llevaríamos y yo, yo reparé mi atuendo, el jubón de terciopelo azul con bordados de plata, capa ligera al hombro y botas altas recién lustradas. Cada prenda era como una armadura que me recordaba que, quisiera o no, era el heredero de Dalmora.

—¿Preparado, alteza? —preguntó.

Dentro de mí respondí: ¿Preparado para qué? ¿Para entregar regalos a mujeres que nunca he visto? ¿Para fingir un deber que no siento?

—Sí, estoy preparado, fue lo que salió de mi boca.

Abren las puertas del carruaje y me ayudan a subir, guardé silencio, pues seguía una chispa de furia dentro de mí que hervía por mi sangre, pero con un último respiro hondo me obligué a avanzar.

—Mi destino estaba escrito —susurré escuchando de fondo las ordenes de los soldados reales.

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