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Capítulo 34. Sombras en la piel

La mansión se encontraba sumida en un silencio apacible. Afuera, la brisa de Buenos Aires traía consigo los primeros indicios del otoño, pero dentro de la habitación de Rebecca, el clima era otro: más denso, más cálido… cargado de todo lo que no se dice.

Edgardo estaba allí, apoyado en el marco de la puerta, con la mirada fija en ella. La había observado desde que salió del baño, con el cabello húmedo y una bata de satén que le caía como una segunda piel. Rebecca no lo miraba, pero lo sentía. Como siempre.

—¿Por qué me miras así? —preguntó sin volverse, con la voz apenas audible.

—Porque no puedo dejar de hacerlo —respondió Edgardo, cruzando el umbral.

Rebecca sintió cómo la tensión se apoderaba de su cuerpo. Había pasado toda la tarde debatiéndose entre la confusión que le provocaban sus propios sentimientos y la inquietud creciente por todo lo que estaba ocurriendo alrededor. Elías, Teresa, su padre, Hernán, los silencios de Edgardo… y ahora, él ahí. Mirándola como si fuera
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