El pasillo del hospital era un torbellino de voces, pasos y órdenes médicas que se mezclaban con el sonido de los monitores y las ruedas de la camilla sobre el piso. Natalia apenas entendía las palabras técnicas, pero no necesitaba hacerlo. Su mirada estaba clavada en Alessandro.
Le tomó la mano, fría y temblorosa.
—Quédate conmigo —susurró con voz quebrada—. Nunca te dejaré ir.
Cuando por fin llegaron a la sala de operaciones, un enfermero se interpuso entre ella y la puerta.
—No puede entrar, señor.
Natalia lo fulminó con la mirada y dio un paso hacia adelante.
—Es mi esposo —gruñó, con una rabia que heló el aire—. Y le acaban de disparar. No querrás interponerte entre él y yo ahora mismo.
El joven tragó saliva, visiblemente nervioso, pero mantuvo la compostura.
—Lo siento, señora, pero los familiares no pueden ingresar durante la cirugía.
—¿Sucede algo? —preguntó otro enfermero acercándose, intentando calmar la tensión.
Natalia lo señaló con un gesto brusco.
—Entonces vuelve con mi