Natalia se hundió en la butaca con el rostro desencajado; la tristeza le pesaba en el pecho porque no le había creído a su marido. Recordó, con cada palabra como un golpe, su confesión:
—Yo no me acosté con Anabella esa noche —dijo él, apretando la mano que sostenía como si buscara anclarla—. Ella me drogó. Ahora lo entiendo todo: quería que me acostara con ella para que ese niño pareciera mío. Yo me negué a… a follármela. ¿Sabes por qué? —Su voz se quebró un segundo; la mira era una súplica—. Por ti. ¿Cómo podría estar con otra si sólo deseo estar contigo? Sólo a ti quiero en mi cama. Sólo tu… tu coñito dulce y delicioso es lo que quiero.
Natalia sintió que la sangre le hervía y le ardían los ojos. Él la miró con desesperación y continuó, bajando la voz, como si confesara un pecado:
—Como no accedí, ella me ofreció un trago —hizo una mueca, recordando—. Fue mi pecado aceptarlo. No recuerdo nada más después de eso. Esas fotos que tiene… no creo que estuviera muy despierto aquella noch