Natalia soltó una carcajada y sintió cómo se le aflojaba un nudo que no sabía que tenía.
—Está bien, nos vemos el sábado. Cuídate.
—Tú cuídate, mi niña.
Colgó. Se quedó un instante mirando el móvil, como si en la pantalla la calidez de la voz de Rosa aún flotara en el aire, y luego se dirigió al estudio, donde el silencio la esperaba como un respiro.
Se descalzó con alivio y lanzó los tacones a un rincón. Se enfundó la bata blanca manchada de pintura que colgaba del perchero, y el olor a óleo la envolvió: esa fragancia rugosa siempre la anclaba a la calma. Pasó la yema de los dedos por los bordes de los cuadros, recorriendo la textura del lienzo con una mezcla de ternura y necesidad.
Se sentó frente al caballete que llevaba una semana a medias. Tomó el carboncillo y dejó que la punta marcara las primeras líneas de la Catedral de San Patricio —un recuerdo, una promesa de la vida que había tenido y que a veces añoraba sin remedio—. Colocó las gafas sobre el puente de la nariz; solo las