Si tenían que llamar al veterinario para que revisara a los caballos, Natalia era encerrada en el sótano hasta que la visita terminara. Dos veces al mes, su madre conducía la camioneta hasta el pueblo para comprar comida y suministros, pero Natalia nunca fue con ella. Solo podía imaginar cómo eran los demás niños a través de los libros. Nunca conoció a ninguno.
Hasta que se hizo adolescente y se hartó de vivir entre sombras.
Tenía quince años cuando decidió escapar. Robó las llaves de la camioneta y condujo por el largo camino que la alejaba de la granja. Fue una locura, lo sabía. Apenas recordaba las nociones básicas de manejo, pero el camino era recto y el cielo, claro y luminoso. Sentía el viento colarse por la ventanilla y la emoción latiendo fuerte en el pecho, como si cada metro recorrido fuera un trozo de libertad.
Una hora después, llegó al pueblo. Estacionó la camioneta a un lado del camino, junto a un grupo de edificios de ladrillo y tiendas modestas. Bajó del vehículo con e