Alessandro estaba sentado en una mesa al fondo del centro de operaciones. La luz era fría, el humo del café flotaba en el aire y a su alrededor Marcello y varios lugartenientes le traían malas noticias. Roberto hablaba con voz acelerada; un teniente más joven jugueteaba con la cadena de su reloj, nervioso.
—Nos atacaron por el lado oeste —dijo Roberto, clavando los dedos sobre la carpeta—. En distintos puntos de nuestros negocios. Un traficante resultó herido; dos hombres se llevaron la carga.
Roberto hizo una pausa y tragó saliva.
—Escaparon. Un camión fue hallado vacío, abandonado en Long Island.
Alessandro frunció el ceño y se apoyó en la mesa, la silla chirrió bajo su peso.
—¿Pero quién coño era? —preguntó, contrariado—. ¿Me tienes algo más específico?
Marcello alzó una mano como pidiendo calma y dio un par de pasos alrededor de la sala, la mirada afilada.
—Son varias familias, Alessandro —intervino—. Se han aliado contra ti. Te advertí que había que vigilar la sucesión.
—Lo he he