Natalia estaba frustrada. Por más que intentaba llevar la fiesta en paz con Alessandro, él insistía en comportarse como un bruto autoritario. Aquella tarde, mientras paseaba cabizbaja por el jardín, Ofelia notó su semblante y se acercó, secándose las manos en el delantal.
—¿Qué le pasa a la mia bambina? —preguntó con ternura, inclinando ligeramente la cabeza.
—Estoy harta de todo esto… —respondió Natalia, dejando escapar un suspiro cargado de rabia—. De este encierro, de Alessandro y de su manera de tratarme. Es un déspota que quiere tenerme encerrada aquí de por vida.
Ofelia sonrió suavemente al verla tan indignada.
—¡No te rías! —protestó Natalia, cruzándose de brazos—. Necesito ver a mi abuela, y él se niega. Es injusto.
La mujer le acarició el cabello con un gesto maternal.
—Mi amore, a los hombres no se les conquista con berrinches ni llevándoles la contraria —dijo con serenidad—. Al menos, no a los sicilianos. A ellos se les conquista… con esto. —Se señaló el estómago con picar