Marcelo
Los días siguientes fueron un calvario de dolor y vacío. Me costaba hasta respirar. No lograba concentrarme en mi nueva compañía ni cumplir con mis responsabilidades, pero, por suerte, Edward no se apartaba de mi lado. Se encargaba de todo sin decir nada, dándome espacio, cubriéndome la espalda mientras yo me hundía.
Mi salud mental pendía de un hilo. Mi corazón, destrozado. No tenía fuerzas ni para fingir estar bien. Me refugié en el alcohol, en la oscuridad del despacho, acompañado solo por Luna y Tigrecito. Sin ellos, quizá ya habría hecho una locura. Ellos eran mi única compañía leal, los únicos que no me juzgaban, los únicos que se quedaban.
El tiempo se me escapaba entre botellas vacías y pensamientos oscuros. Eran las diez de la mañana y ya estaba tan fuera de mí que apenas si era consciente de dónde estaba o qué día era. Solo me mantenía con vida el recuerdo de Estrella, que a veces, en su caminador, aparecía en la puerta y me recordaba que tenía que seguir.
—Señor, lo