Cinco días después…
Eran las 7:03 p. m. y yo ya sentía cómo las gotas de sudor me recorrían la espalda. No por calor. Por estrés. Puro, condensado y bendito estrés. Caminaba de un lado a otro del gran salón de la Fundación Vanderweed con el corazón en la garganta y el vestido pegado al cuerpo como si hubiera sido cosido con malas intenciones.
Negro, de seda, entallado. Impecable para la foto, insoportable para respirar. La tela me abrazaba con una devoción casi cruel, especialmente en el pecho. Respirar era un acto olímpico. Y ni siquiera había tenido tiempo de ajustar el sujetador, que se empeñaba en rebelarse como si fuera mi enemigo declarado.
Pero eso era lo de menos.
El servicio de catering llevaba un retraso de media hora. Las bandejas de entremeses no habían salido de la cocina y los mozos parecían perdidos. Turistas sin mapa. Las mesas VIP seguían sin asignar porque, claro, la persona encargada del hielo —el hielo, por Dios— no había llegado. Tenía exactamente cinco minutos pa