Las siguientes semanas fueron como aprender a caminar con otro cuerpo. Con otra mente. Con otro corazón. Pietro se volvió diferente. Más presente. Más suave. Lo que antes era silencio ahora se llenaba de gestos pequeños: una taza de té al despertar, un roce en mi espalda cuando pasaba a mi lado, un beso en la frente cada vez que salía.
Ya no era el hombre distante de antes. No era ese esposo frío que yo había conocido en los primeros días de este matrimonio pactado. No. Este Pietro me miraba con la vulnerabilidad de quien había amado y perdido. Y ahora quería amar sin volver a dejarse vencer por el miedo.
Una tarde, mientras yo leía en el salón, lo vi entrar con una caja envuelta en papel blanco. No dijo nada. Solo la dejó sobre mis piernas y se sentó a mi lado, expectante.
—¿Qué es esto? —pregunté, tocando la cinta.
—Ábrelo.
Lo hice. Y dentro había unos pequeños zapatos de bebé, tejidos en color gris claro. Me llevé la mano a los labios, con el corazón latiendo demasiado rápido.
—¿Te