Desde que puse un pie en el salón, sentí que algo estaba fuera de lugar.
No fue el murmullo de la gente, ni el sonido mal ecualizado del violín eléctrico, ni siquiera la manera en que mi madre me apretaba el brazo como si yo fuera todavía un adolescente torpe y no un hombre de treinta y cuatro años con un imperio bajo su control.
Fue ella.
Valeria.
Mi esposa.
Estaba de espaldas cuando la vi. Esa silueta que ya conocía como si la hubiera esculpido yo mismo. Ese vestido negro que abrazaba cada curva suya con una precisión casi indecente. El cuello delgado. La caída del cabello. El contorno de su cintura. Dios mío...
Y justo a su lado, como un maldito cuervo que ronda lo que no le pertenece, estaba Lucas Rosetti.
Había algo en su manera de inclinarse hacia ella, en cómo sonreía como si compartieran una intimidad que a mí no me incluía. Como si él tuviera permiso de rozarla con las palabras.
Y lo peor…
Ella también sonreía. No de la misma forma en que me sonreía a mí, claro. Pero había un