El sol entraba a raudales por las enormes ventanas del salón, y yo estaba en el sofá, acariciando distraída mi vientre ya redondo mientras escuchaba cómo Pietro discutía por teléfono en el estudio. Cinco meses habían pasado desde aquel viaje, desde la noche en que decidí irme para protegerme. Desde entonces, el mundo había cambiado para nosotros. O, mejor dicho, nosotros habíamos cambiado para habitar el mundo de otra forma.
La casa se sentía más viva. No era solo un espacio lujoso, con mármol y madera brillante. Se había convertido en un lugar donde los silencios ya no eran incómodos, donde las risas llenaban los pasillos, donde el amor se cocinaba en las mañanas con café y tostadas mal hechas por Pietro.
Pietro.
Mi esposo ya no era ese hombre de mirada tensa y labios sellados. No siempre. Ahora, con frecuencia, lo sorprendía mirándome como si estuviera viendo algo sagrado. Se acercaba sin avisar, me rodeaba con sus brazos por detrás, besaba mi cuello y hablaba con nuestro bebé como