Conforme Gianluca le explicaba, con la voz firme, pero ahogada por dentro, los ojos de la esposa de Piero pasaron de la ilusión a la incredulidad… y luego, rápidamente, a la desesperación.
—No… no, no… —susurró ella, su acento italiano quebrándose entre las sílabas—. Usted está mintiendo, señor Grignani. Mi Piero no puede estar muerto… él me prometió volver.
Gianluca bajó la mirada, sin saber cómo sostenerle el dolor.
—Lo siento… —dijo con dificultad—. Ojalá no tuviera que estar aquí para decir esto. Ojalá fuera mentira.
Los ojos de la mujer, que hasta segundos atrás parecían claros y llenos de vida, se oscurecieron bajo el peso de las lágrimas. Se volvieron opacos, como si la realidad le apagara la luz desde dentro.
—Piero… ¿Dónde estás? —murmuró, mirando al cielo—. No me hagas esto…
De pronto, como si algo dentro de ella se rompiera de golpe, echó a correr hacia el carro. Abrió la puerta con desesperación, como si en el fondo esperaba encontrarlo ahí, dormido o esperando. Pero no ha