Las semanas habían transcurrido para Rocío de una forma que jamás imaginó. Todo se había desenvuelto con una rapidez vertiginosa, como si los días se deslizaran entre sus dedos sin que pudiera retenerlos. Las atenciones de Mateo, siempre cálidas y constantes, habían creado una burbuja en la que el tiempo parecía correr con otra lógica.
—Muy bien —dijo el doctor mientras dejaba a un lado la herramienta con la que acababa de retirar el yeso—. Ya puedes intentar caminar. No tengas miedo; los huesos se han soldado correctamente.
Rocío tragó saliva y buscó con la mirada a Mateo, una sombra de duda cruzando su rostro.
—¿Me ayudas? —preguntó en voz baja, casi como una confesión.
—Ni siquiera tenías que decirlo, cariño —respondió él con una sonrisa que le encendía los ojos. Extendió su mano hacia ella, firme y segura—. Estoy aquí, siempre voy a estar.
Ella tomó su mano como si fuera un ancla, y dio el primer paso con la inseguridad torpe de quien empieza de nuevo. Avanzó con lentitud, sintien