Clara sonrió con discreción al señor Mateo, que la acompañaba hacia la sala. Su bolso de mano, pulcro y discreto, parecía parte de su cuerpo.
—Le agradezco mucho la oportunidad, señor Montessori —dijo con voz cálida, apenas modulada, ensayada hasta el último detalle—. Me encanta trabajar con niños. He cuidado bebés, gemelos incluso. Me adapto fácil a las rutinas, y sé seguir instrucciones con precisión.
Mateo asintió, relajado, con esa expresión amable que aún no se había enturbiado por la desconfianza.
—Nos vendría bien una ayuda extra. Sofía es muy activa, y Rocío lleva todo el peso desde hace algunas semanas.
Clara asintió como si lo comprendiera a la perfección. Pero por dentro… solo calculaba.
—¿Puedo conocerla? —preguntó con suavidad—. A Rocío.
Mateo sonrió.
—Claro. Te la presento en cuanto baje.
“Perfecto”, pensó Clara. Porque ella ya conocía a Rocío. No en persona, no aún. Pero sabía quién era, lo que había hecho, lo que ocultaba. Y ahora iba a conocerla desde adentro.
Sonrió