Por un momento imaginé lo imposible: una escena en la que yo también estuviera ahí, no como cuidadora, no como empleada. Sino como parte de algo más. Como si pudiera sentarme a su lado, recibir esa risa, compartir ese silencio. Como si pudiera confiar, por fin, en el calor de unos brazos sin temer que me dejaran caer. Pero el pensamiento fue tan dulce que dolió. Y lo espanté como se espanta una luciérnaga de la palma de la mano: con cuidado, pero con firmeza.
No estaba segura de lo que sentía por él. Me gustaba, sí. Su voz me tranquilizaba. Su forma de estar en el mundo, con esa mezcla de firmeza y contención, me hacía sentir menos sola. Me hacía sentir segura. Como si por fin pudiera bajar la guardia sin miedo a que todo se viniera abajo.
Pero entonces venía la duda, silenciosa pero punzante: ¿Estaba enamorada? ¿O solo era la primera vez que alguien no me fallaba?
Me quedé un poco más, mirando en secreto esa escena que no me atrevía a tocar. Luego me di la vuelta. Y me fui.
El día h