35. INCERTIDUMBRE DE RICARDO
RICARDO:
La calidez que emanaba del pequeño salón chocaba con el frío que se había instalado en mi pecho. Isabel preparaba una infusión, sus movimientos suaves y estudiados, mientras me lanzaba miradas furtivas. Me senté en silencio, observándola. No parecía tener ningún problema que requiriera ir al hospital.
—¿Estás bien? —pregunté finalmente, rompiendo el muro de silencio que se había instalado entre los dos—. ¿A qué tienes que ir al hospital?
—Dime tú —respondió ella, girando apenas su rostro para encontrarme con una mirada dolida que no llegaba a sus ojos—. ¿Olvidaste que tenía turno con el cardiólogo? Está bien, fue mi culpa por no recordártelo... siempre soy una molestia.
Su voz se quebró en la última frase, un truco que conocía bien desde nuestra infancia en el orfanato. Era el mismo tono que usaba cuando quería que las monjas le dieran doble ración de postre. La observé servir el té con manos temblorosas, quizás demasiado temblorosas para ser real.
La taza que dej