Fabio no pudo concentrarse en nada durante el resto del día. Las palabras de Christian seguían resonando en su cabeza, mezcladas con la imagen de Sam, herida y humillada. El dolor era un pozo sin fondo, y él se sentía atrapado en él. No había forma de salir. Se levantó de su silla, tomó su chaqueta y salió de la oficina, ignorando a su secretaria. Necesitaba aire, necesitaba pensar.
se montó en el coche y le pidió a su chófer que lo llevara a su destino. Observaba por la ventana mientras pasaban por avenidas y calles estrechas alejándose cada vez más del tumulto del centro. La ciudad, con sus luces y sus ruidos, parecía un mundo ajeno. Él era un fantasma que se movía por las calles, sin rumbo, sin destino. Al llegar al cementerio, el sol ya se estaba poniendo. La luz naranja y morada se filtraba entre los árboles, creando sombras alargadas que se movían con el viento. Se detuvo frente a una lápida de mármol blanco, con el nombre de Cloe grabado en ella. Se sentó al lado, aclarando su garganta mientras centraba sus ideas. Ni siquiera sabía por dónde empezar. —Hola, mi amor —murmuró con la voz ronca—. Soy yo. Se quedó en silencio por unos minutos, intentando encontrar las palabras correctas. ¿Qué le diría? ¿Cómo le contaría que su vida era un completo caos? ¿Cómo le diría que no podía ser feliz, que no podía vivir sin ella? —Christian me ha dicho que venga a verte —confesó con un hilo de voz—. Me ha dicho que te cuente mis problemas, que tú me darás la respuesta. Pero yo ya sé cuál es. Sé que no puedo ser feliz, que no puedo seguir adelante. Yo... yo te fallé, Cloe. Te prometí que cuidaría de Iván, que lo haría feliz, y lo único que he hecho es llenarlo de tristeza. Me he convertido en un extraño para él. Se detuvo. las lágrimas amenazan con salir. Sin poder contenerse más, lloró en silencio, con la cabeza gacha, sintiendo el peso de su dolor. Se sentía miserable. Se sentía un completo inútil. Un hombre roto que no sabía cómo recomponerse. —Una mujer, Sam, ha llegado a casa. Y ella... ella ha hecho lo que yo no pude. Ha devuelto la risa a Iván. Lo ha hecho volver a ser un niño. Y yo... yo no sé qué hacer. Mientras él progresa, yo voy rompiéndome cada día más. Sam es una buena chica. Sé que quiere a Iván casi como si fuera su madre. Pero yo… Yo necesito rehacer mi vida. Sé que Margareth puede parecer odiosa pero siempre estuvo para mí cuando la necesité. Se secó las lágrimas con la manga de su camisa, intentando recuperar la compostura. El frío de la noche comenzaba a calarle los huesos, pero no se movió. —Cloe, amor mío. ¿Qué debo hacer? Ambas mujeres no pueden estar en casa. Necesito a Margareth, necesito que me haga olvidar el dolor, pero también necesito a Sam. Ella está dándole una alegría a la casa que desde tu ausencia no había tenido. Incluso Julieta le agarró cariño —sonrió—. Ya sabes cómo es. Me ha regañado muchas veces por mi actitud actual. En silencio, observando el lugar donde su mujer descansaba, la silueta de Margareth apareció maldiciendo el terreno. —Amorcito, tu chófer me dijo que estabas aquí —hablaba mientras se tropezaba con alguna raíz rebelde y hundía su tacón en el barro—. Odio este lugar. No sé qué le ves de especial, pero debemos irnos. —Estoy visitando a Cloe, por algo las personas vienen al cementerio. —Claro cariño, sí. Pero tengo las bolsas en el coche y yo sola no quiero ir a casa, no confío en que tu criada me haga algo. Se acercó a él y le abrazó fingiendo caerse. Fabio la sostuvo. —A veces pienso que eres incapaz de amar a alguien que no seas tú misma —reprochó entre dientes. —¿Cómo crees eso? Estoy aquí, llenándome de barro y mugre por ti. Si estás enfadado no lo pagues conmigo. Sus ojos se volvieron llorosos. Fabio conocía realmente su faceta teatral y aún así le hizo sentir culpable. —Lo siento… estoy cansado. Vámonos a casa. Tengo que hablar con Sam mientras preparas la cena. Cuando Fabio regresó a casa —escuchando protestas todo el camino acerca de Sam—, la luz del sol ya había desaparecido por completo. Las luces de la casa estaban encendidas, creando un ambiente cálido y acogedor. Al entrar, el olor de la comida llenó el aire. Era un olor dulce, un olor que le recordaba a su infancia, a su madre. Sam estaba en la cocina, con el delantal puesto, cocinando con una alegría que él había olvidado que existía. —Hola, señor —dijo ella, con una sonrisa—. ¿Cómo le fue en el trabajo? —Bien, gracias. Fabio no podía mirarla a los ojos. El recuerdo de su frialdad de la mañana, de sus palabras crueles, lo avergonzaba. La vio tan llena de vida, tan dispuesta a hacer la cena para ellos, que se sintió aún peor. Era una buena mujer. Y él… él era un monstruo. —Samantha… tengo que hablar contigo. Ella dejó de cortar las verduras y se giró, con una expresión de preocupación en el rostro. —Sí, señor. ¿Qué pasa? La sacó de la cocina y la metió en una pequeña sala que usaban de biblioteca auxiliar. —Esta noche… esta noche tendremos una cena en familia. Iván, Margareth y yo. Ella quiere arreglar las cosas, quiere que seamos una familia. Ella va a cocinar para nosotros hoy. Sam se quedó en silencio, procesando la información. La sonrisa se le borró de la cara. El brillo en sus ojos se apagó. —No entiendo… —Es por Iván —dijo, con la voz más suave de lo normal—. Él necesita una familia, una figura materna. Margareth quiere ser eso para él. Y yo… yo quiero intentarlo. Sam sintió un nudo en la garganta. La noticia la golpeó como una ola. Se sintió como si le hubieran quitado el aliento. Todo lo que había construido, la confianza que había logrado con Iván, todo se desvanecía. —Entiendo. —Quiero que te tomes la noche libre. Puedes ir a cenar fuera o lo que quieras. No serán más de unas horas. Le extendió un billete de cien dólares. Sam lo miró, sintiendo que le pesaba. Era un billete manchado de humillación. —No puedo aceptar esto. Yo… yo puedo quedarme en mi habitación. —No, Samantha, por favor. Tómalo. —No lo necesito. —Tómalo. No te estoy despidiendo. Solo… tómate la noche libre. —su voz sonaba casi suplicante, como un aullido atorado en la garganta. Sam cogió el billete con la mano temblorosa, sintiendo que le quemaba. Lo guardó en el bolsillo. Sabía que solo era una empleada, no tenía derecho a protestar o exigir un trato diferente. —Sam… ¿qué pasa? —preguntó Iván, que bajaba las escaleras dispuesto a cenar. Sam lo miró, con los ojos llenos de lágrimas mientras salía de la habitación hacia la escalera. —Nada, mi amor. Tu padre y yo estábamos hablando de la cena. Margareth va a cocinar esta noche. Y yo… me voy. Pero volveré mañana. Iván, al ver la tristeza en los ojos de Sam, se acercó a ella y la abrazó con fuerza. —No te vayas, Sam. No quiero que te vayas. Yo quiero que cocines tú. Sam, con la voz rota, lo abrazó de vuelta. Fabio se quedó observando la escena, sintiéndose como el peor padre del mundo. Él también quería que Sam se quedara, pero su cabeza le decía que tenía que darle una oportunidad a Margareth. A la estabilidad. A una vida "normal". Margareth, viendo toda la escena, se acercó a la cocina con la clara idea de llamar la atención. Comenzó a probar la salsa que Sam tenía a medio hacer. —Admito que no sabe mal, pero si tienes que cocinar para el niño, esperaba algo más de arte en las manos. Lo dijo con un tono tan burlón que Sam tuvo que contener las ganas de quitarle las extensiones de un tirón. —Siento que no te agrade, pero la Barbie rica seguro que sabe cocinar —se puso en pie imitando burlonamente la voz de Margareth—. Pero te informo que llamar al Domino's pizza no cuenta como hacer una cena. Iván no pudo contener la risa. Incluso Fabio tuvo que mirar para otro lado mientras se le escapaba una sonrisa. La rubia, visiblemente molesta no supo qué responder. Tomó su actitud más desafiante y tiró la comida que ella estaba haciendo. —Yo me encargo de la cena amor mío, esa petarda ya puede irse. La tensión iba en aumento, por lo que Fabio tuvo que intervenir entre ambas. —Por favor, Sam, vete ya. Queremos una cena tranquila en familia. Otro golpe a la chica. Cada frase que decía la hacía sentir cada vez peor. Ya le había dejado claro que ella no pertenece a esa familia, a ese mundo. Le dio un beso a Iván, diciéndole que era lo único bueno en esa casa, y se marchó. Julieta, su ama de llaves, la veía marcharse con las lágrimas a punto de inundar su cara. Quiso seguirla pero Fabio la detuvo. —¿No tienes trabajo que hacer? Fue tan fría su forma de hablar, que la señora simplemente agachó la cabeza ofendida, y se marchó. Sam caminó entre las enormes mansiones de ese barrio de millonarios. Todos tendrían una vida en familia, felices. Todos menos ella. Abandonada en la calle, con el frío congelando sus orejas, y sin una sola chaqueta. Se encontró un pequeño parque en la esquina entre dos grandes casas. Se sentó en uno de los bancos y sacó su teléfono. Una sonrisa estúpida se dibujó en su rostro. «Nadie va a escribirme» pensó. El fuerte rugido de un coche rompió el silencio de la noche. Las luces la cegaron por unos segundos mientras subía calle arriba hasta detenerse a su lado. De su interior, Christian bajó con su porte habitual, llevando un carísimo traje blanco que entonaba con su cabello negro peinado había atrás, cuyos mechones rebeldes caían por su rostro, y ojos azules que se habían clavado en Sam, como si fuera una presa. —Me imaginé que te sacarían como a un perro —dijo mientras caminaba hasta detenerse a centímetros del banco donde estaba sentada. Sam no respondió. Solo lo miró, con los ojos vacíos, sin expresión. —¿Quieres cenar? —le preguntó, con un tono de voz que no dejaba ver si era una invitación o una burla. Mi hermano es estúpido, pero no puedo dejarte en la calle cuando sólo llevas esa camisa. Mañana estarás muerta. No me sentiré culpable pero tampoco es que me agrade la idea. Sam dudó. Ese hombre no le había dado buenas vibraciones el primer día que lo vió. Pero tenía hambre, frío, y una soledad que le caía sobre los hombros como una condena. Se puso en pie, bajo el asombro de Christian. —Si vas a matarme, al menos dame algo de comer. —Se montó en el coche esperando a que su acompañante subiera. —Vaya… me agrada esta chica —respondió mientras entraba al vehículo y se perdían en la oscuridad de la noche.