Mundo ficciónIniciar sesiónDurante el camino hacia el hospital, Isabella no paraba de llorar. Las lágrimas descendían indetenibles sobre sus mejillas y su corazón estaba destrozado. Todo lo que había hecho prácticamente había sido en vano.
Sí. Tenía la mitad del dinero en su cuenta. Pero eso no era suficiente para la costear la operación. Aún debía conseguir lo restante. La situación de Fabián no era prorrogable, era urgente. O lo operaban o ella lo perdería para siempre. Minutos más tarde, el coche se detuvo frente al hospital. La pelicastaña bajó con prisa esta vez. Entró al recinto y se dirigió directamente a la recepción, mientras oraba en silencio: “Por favor, Diosito, que el doctor esté”. Se limpió las mejillas húmedas antes de preguntar a la joven uniformada que se encontraba al otro lado del mostrador: —Buenas tardes… ¿el Dr Violi está?. —preguntó con voz trémula y la respiración entrecortada. —En este momento, se encuentra en quirófano. ¿Desea dejarle algún mensaje? —preguntó la recepcionista, al ver la angustia en su rostro. —Voy a esperar a que salga. Necesito hablar urgentemente con él. —dijo entre sollozos. La mujer asintió y continuó con su trabajo, mientras Isabella se adentraba por el largo pasillo en busca de un lugar donde sentarse. Finalmente vio un lugar desocupado y tomó asiento. Bastaron un par de minutos para que nuevamente se pusiera de pie y caminara de un lado a otro, ansiosa, esperando ver al médico de su hijo. La puerta del quirófano se abrió en ese instante. Isabella se dirigió hacia allí sin dudarlo. —¡Doctor! —exclamó con angustia.— Necesito hablar con usted. El hombre de blanco, se retiró el tapabocas y secó con el dorso de la mano, su frente. —Disculpe, Isabella. En este momento, no puedo atenderla. —dijo el médico, mientras avanzaba. —Por favor, doctor —suplicó ella. El médico se detuvo solo para escuchar lo que debía decirle. —Tengo la mitad del dinero para la operación de Fabián. —Lo lamento, pero no depende de mí, Isabella —respondió con pesar—. Aun si no le cobrara mis honorarios, debo seguir los protocolos de la clínica. —dijo aplanando los labios con frustración. —¡No puede hacerme esto, doctor! Se lo ruego. El hombre de blanco, se encaminó hacia su oficina. Aunque le conmovía el dolor de aquella madre, no podía hacer nada para ayudarla. Isabella cubrió su rostro con ambas manos. Se negaba a ver y a aceptar la terrible realidad que tenía frente a ella: su pequeño hijo podía morir y ella, ella no podía ayudarlo. Las lágrimas le nublaban la vista, y cada sollozo le desgarraba por dentro. Sentía la garganta cerrarse, una presión que subía desde el estómago hasta su boca. Se apoyó en la pared, buscando sostenerse de algo firme, mientras el mundo a su alrededor parecía caerse a pedazos. Sintió náuseas y deseos de vomitar, se tapó la boca. Apenas alcanzó a empujar la puerta del baño antes de inclinarse sobre el lavamanos. Vomitó entre jadeos, con el cuerpo encogido, temblando, mientras las lágrimas seguían cayendo sin control. Las piernas le temblaban de forma involuntaria y le costaba mantenerse en pie, por lo que tuvo que apoyar sus manos sobre la superficie plana y fría. Apenas podía respirar. Con manos temblorosas logró abrir el grifo. Limpió su boca con la mano. Podía sentir el sabor amargo en su lengua. Permaneció de pie, sosteniéndose del mesón de mármol, intentando recuperar el aliento. El reflejo en el espejo le devolvió una imagen llena de dolor. Tenía los hinchados, ojeras profundas y el temblor en sus labios que dejaban ver lo que estaba sintiendo en ese momento. —Maldito seas, Germán —masculló entre dientes—. Te odio, mil veces te odio. Si estuvieras aquí, si por lo menos te importara nuestro hijo, tendría como salvarle la vida. El rencor que se desató en su interior, la impulsó a tomar una decisión. Una decisión cargada de angustia y desesperación. Debía buscar a la familia que la había contratado para ser su vientre en alquiler. Sólo ellos, podían ayudarla. Si tenía que arrodillarse ante la familia Montenegro, lo haría. Luego de comunicarse con la recepcionista de la clínica y obtener la dirección de Ignacio y Valeria Montenegro, Isabella salió del hospital cardiológico rumbo a la lujosa urbanización donde estaba ubicada la mansión del reconocido legista. El taxi se detuvo. La pelicastaña descendió lentamente, dirigiendo la vista hacia la imponente casa de tres pisos, rodeada de un inmenso jardín y ornamentada con grandes ventanales. Respiró hondo, se arregló la falda del vestido y caminó en dirección a la entrada principal. Con lentitud presionó el timbre y aguardo ser atendida. La puerta se abrió lentamente. Una mujer de unos cincuenta años, vestida con un uniforme verde agua, la recibió: —Buenas tardes. ¿En qué puedo servirle? —preguntó la sirvienta con voz suave. —Buenas tardes —respondió ella— Estoy buscando al señor o la señora Montenegro. ¿Podría decirle que la señora Isabella Ferri, necesita hablarle? —Aguarde un momento —dijo la empleada mientras la miraba de pie a cabeza de forma despectiva. Nunca antes había visto en las ostentosas reuniones que organizaba Valeria Montenegro a una mujer tan ordinaria como aquella. “Tal vez estaba buscando empleo o quizás quiere quitarme mi puesto” pensó. De lo que si estaba segura era que no pertenecía al círculo social de la familia Montenegro. La empleada cerró la puerta y se alejó, dejándola afuera. Isabella cruzó los brazos sobre su pecho, intentando sostenerse y protegerse de la angustia que sentía por dentro. Su respiración se fue haciendo cada vez más agitada, mientras sus hombros se encogían. Era como si deseara volverse pequeña, tan pequeña como cuando estaba en el vientre de su madre. Sólo así, podría sentirse a salvo. Escuchó los pasos acercarse nuevamente. La doméstica abrió la puerta de par en par: —Puede pasar. La señora Valeria la atenderá en unos minutos. Isabella inhaló profundo y luego exhaló lentamente. Caminó detrás de la empleada. —¿Desea algo de beber? —preguntó la sirvienta intentando ser cortés. Fue entonces cuando Isabella recordó que ni siquiera había desayunado. Apenas había tomado una taza de café antes de salir del hotel, justo después de terminar su turno como camarera. —Un jugo, si no es mucha molestia. —En seguida se lo traigo. —dijo y antes de retirarse, volvió el rostro hacia la pelicastaña— Siéntese, la señora Valeria no tarda en bajar. Isabella esbozó una sonrisa antes de sentarse. Sin embargo, la calma que intentaba mantener, le duró poco. Apenas quedó sola, la ansiedad se apoderó de ella. Comenzó a mover las piernas con nerviosismo mientras se mordía las uñas. La voz detrás de ella, la sobresaltó. —Buenas tardes. ¿Qué hace aquí? —preguntó Valeria acercándose a ella. Isabella se incorporó del asiento y se giró de frente a ella. —Buenas tardes, señora Valeria. —¿Qué se le ofrece? Creí que todo había quedado claro esta mañana. —Sí, así fue. —respondió con voz trémula, mientras trataba de iniciar aquella difícil conversación de forma sutil aunque fuese imposible. —Siéntese por favor. Isabella tomó asiento por segunda vez en el sofá de tres puestos. Sin embargo, la rubia la miró por encima del hombro y terminó sentándose de lado contrario, a la angustiada madre. —Dígame qué se le ofrece —cuestionó con rigidez—. ¿Por qué ha venido hasta mi casa? —Vine, porque… porque necesito el resto del dinero señora Montenegro. —soltó sin más las razones de su visita. Valeria frunció en entrecejo. —La administradora de la clínica y mi esposo fueron lo suficientemente claros, señora Ferri. —contestó con frialdad. —Por favor, le ruego que me escuche —suplicó Isabella. —No tengo nada que escuchar. —Valeria se incorporó con rapidez.— Le pido que se retire ahora mismo de mi casa. —No, por favor. No me haga esto. —dijo en un hilo de voz— Mi hijo se está muriendo, necesito operarlo. —Eso no es de mi incumbencia. Le agradezco que se marche antes de que mi esposo llegue. No creo que le agrade verla aquí. La rubia se giró de espaldas a ella y se dispuso a marcharse. —Tenga compasión de mí, señora Montenegro. A pesar de las súplicas de Isabella, Valeria no se detuvo. Continuó rumbo hacia la escalera. —¡No le pedí jugo, Inés! —dijo dirigiéndose a su empleada. —Es para la señora. —Bien. Dele el jugo y luego que se retire. —Como usted diga, señora Valeria. Isabella rompió en llanto al ver la poca humanidad que poseía aquella mujer. ¿Cómo podía querer ser madre, si era incapaz de entender su dolor? Antes de que la sirvienta lograra acercarse, la pelicastaña salió corriendo hacia la entrada principal, con el rostro empapado en lágrimas y el corazón desbordado de dolor. Empujó las puertas y se lanzó a la calle sin pensar, con la mente perdida y la vista nublada. El chirrido de unos frenos la hizo volver el rostro y un segundo después sintió el golpe seco que la arrojó al pavimento…






