Una vez que Valeria regresó a su habitación después del encuentro con Alexander, el dolor que había contenido se desbordó. No pudo evitar comenzar a llorar. Lloraba y golpeaba la almohada con rabia, como si esta tuviera la culpa de todo.
—¡Alexander, eres un tonto! ¡Eres un idiota! Eres un imbécil ¡Te odio con todo mi corazón!—gritaba, aunque en realidad esas palabras eran falsas.
Ella no lo odiaba, no lo detestaba. Lo seguía amando con todo su corazón y se aferraba a ese sentimiento, pero, tontamente, lo había soltado. Se preguntaba si valió la pena contradecirse tanto. Si tanto lo amaba, ¿por qué no lo había perdonado? Pero había tantas cosas que se interponían, y ahora que él estaba dispuesto a darle el divorcio... eso, más que convencerla de que lo mejor era separarse, no evitaba que sintiera un dolor inmenso.
Diana, que tenía una taza de té en la mano y pasaba cerca de allí, pudo escuchar los sollozos de su hija. Se preocupó mucho.
—Valeria, ¿te encuentras bien? ¿Qué ha pasado? C