Dormí apenas un par de horas, hasta que la luz del sol, filtrándose por las cortinas blancas, me obligó a abrir los ojos. El cansancio me golpea como una embestida brutal: siento el cuerpo pesado, entumecido, como si un camión me hubiese pasado por encima.
No es para menos; pasé una noche entera de rodillas junto a la cama del abuelo, y otras dos en vela, llorando su ausencia y lamentando lo que, en tan poco tiempo, se ha derrumbado en mi vida.
Me incorporo despacio, con esa lentitud propia de quien carga un duelo demasiado grande. Inspiro profundamente, reuniendo fuerzas que ni siquiera sé de dónde provienen, y abro el armario. Tomo las pocas prendas que me quedan: blusas dobladas con desgano, un par de vestidos, los zapatos que usé en su funeral. Coloco la maleta de viaje sobre la cama y comienzo a empacar en silencio, dejando que el eco de la cremallera llenando el aire me recuerde que, por fin, me marcharé de esta casa.
Olvido por un instante que Marie no está aquí y abro la puerta