¿Abortar a mi bebé?

Aitana asustada de lo que esas víboras planeaban logró arrebatarles una de las dos pruebas.

Madre e hija se sonrieron con una satisfacción mezquina y corrieron a contárselo a Alan.

—Aitana está embarazada de un mendigo—, susurraron con deleite.

Mientras que Aitana no podía creer que estaba embarazada del hombre que le había hecho daño, del enemigo que jamás supo que la mujer disfrazada y mareada era ella.

No tuvo tiempo de ordenar los pensamientos; antes de que la idea se asentara, la puerta de su habitación se abrió con violencia.

Su padre entró dando un portazo, con el rostro encendido por la ira.

Asustada, Aitana se levantó de un salto, apretando la prueba positiva y ocultándola detrás de su espalda como un pecado por confesar.

Pero antes de que pudiera preguntar qué pasaba, la palma de su padre la impactó con fuerza contra la mejilla.

El rostro le giró en un movimiento brutal, la sangre caliente brotó en la comisura del labio y la piel le ardió por el golpe.

—Papá, pero ¿qué…? —balbuceó, rota.

—Cada vez me decepcionas más. Eres una vergüenza —escupió él, con desprecio—. El espíritu de tu madre debe estar sintiendo asco de ti.

Esas palabras quemaron el alma de Aitana. Sin embargo, no esperaba menos; desde el accidente que les arrebató a su madre lo único que recibía de su padre eran palabras crueles, y su trato había sido solo desdén y desprecio.

—No uses el espíritu de mi madre para tus fines, hombre infiel —respondió ella, y otra bofetada la lanzó de nuevo contra la habitación, haciéndole tragar el aire.

—¡Cállate! —le gritó él, amenazante—. Prepárate: iremos al hospital. Vas a abortar. No permitiré que toda la socialité se entere de que mi hija está embarazada. Un hombre con buena reputación como yo no dejará que una hija descarriada y sin moral me arruine.

—Sí —murmuró ella, con la cabeza baja, odiando la sensación de humillación frente a las víboras de su tía y su hermana—. Abortaré… pero no por lo que piensen los demás, ni por lo que pienses tú, mal padre —dijo, y al pronunciar las últimas palabras una chispa de desprecio helado cruzó su voz—. Lo haré porque yo no quiero tener un hijo de ese hombre.

Esa misma mañana fueron a una clínica prenatal privada; en la sala de espera, Aitana vio a varias mujeres acunando bebés y un peso de culpa la aplastó como una losa.

Instintivamente, llevó una mano a su vientre y, por un instante, una sonrisa tímida se dibujó en sus labios. Imaginó que si ese bebé llegara al mundo lo amaría con la devoción que ella había guardado para su madre.

Sería algo propio, al fin un fragmento suyo que la acompañara, alguien que no la rechazara por ser “gordita”.

—No me haré el aborto. Tendré a mi bebé —dijo con una valentía nueva, incorporándose de la silla como si sus palabras fueran una armadura.

Su padre se levantó de golpe, y con la mirada endurecida por la furia.

—No permitiré que tengas a ese bebé —rugió.

Aitana, con pasos decididos, comenzó a caminar hacia la salida de la clínica.

—Padre, lo tendré aunque no lo quieras. Este bebé es mío; es lo único verdadero que tengo en la vida —explotó—. No como tú, que me odias por las mentiras que te ha contado tu hija bastarda y mi tía, tu zorra que se acuesta contigo sin pudor.

Sus palabras resonaron en la sala; todas las miradas se volvieron hacia Isaura y su madre.

Sandra se acercó a Alan con aire ofendido, pero él, notando su intención, dio un paso atrás y la dejó en ridículo.

—¿Qué te he dicho, mujer? —le reprendió Alan, con el orgullo a flor de piel—. En público mantén las distancias; aquí afuera no eres mi mujer sino mi cuñada. En la intimidad de mi habitación sí lo eres, ¿olvidaste que todos me conocen como el viudo de tu hermana?

Ella respiró hondo y aguantó, humillada por vivir siempre bajo la sombra de la hermana fallecida.

—Alan, mira a tu hija, ella expuso todo —replicó con un mohín, buscando compasión.

Él simplemente alzó los hombros, restándole importancia.

—En este hospital no está todo el mundo —dijo Alan con dureza—. Esa muchacha tendrá que responder por esto. Vamos: la haré abortar.

De regreso a casa, las amenazas se volvieron más concretas. Alan intentó doblegar a Aitana con gritos y promesas de violencia; Isaura, sin contención, se sumó a la humillación.

Pero Aitana se aferró a la vida que latía dentro de su vientre con uñas y dientes.

Viendo que no conseguían doblegarla, Alan dio la orden a los empleados de la casa: —Desde este momento Aitana permanecerá encerrada.

Ella intentó recoger algunas pertenencias para marcharse, pero el personal, obediente a Alan, la detuvo.

Al enterarse de su intento de fuga, él regresó.

— Estarás encerrada, sin libertad, y además sin ayuda médica; tendría que parir como las mujeres antiguas, sin asistencia ni comodidades. Aitana gritó que si eso significaba salvar a su bebé, lo soportaría; furiosa, Alan le cerró la puerta en la cara.

Isaura, que escuchaba a cierta distancia, se carcajeó con malicia. Aunque no había logrado expulsarla ni desheredarla, al menos la había condenado a un infierno diario —y eso la colmaba de satisfacción. Al ver a su padre alejarse, se acercó a la puerta y escupió su crueldad:

—Una gorda mantecosa preñada debe ser algo asqueroso —se rió—. Hermana, dime dónde está el mendigo que te preño para traerlo ante nuestro padre; quizá así pueda llevarte a vivir bajo su puente, a ti y a la asquerosidad en tu vientre.

Aitana no respondió. Lloraba en silencio, con un nudo en la garganta, mirando al techo y preguntándole al cielo por qué debía cargar con tanta injusticia. Aquella hija de la traición había convertido su vida en una tragedia sin fin.

—Bebé, mamá cuidará de ti, te lo prometo —murmuró, con la voz quebrada, posando las manos sobre su vientre. Arrancar la vida al fruto involuntario de una agresión le parecía un pecado imperdonable; fuera lo que fuera, era sangre de su sangre, carne de su carne. Aquella criatura inocente no tenía culpa alguna.

Prefirió soportar el maltrato y la humillación antes que matar a lo que llevaba dentro.

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