Un parto complicado.
La humedad del sótano se pegaba a su piel como una segunda prisión. Aitana se revolcaba sobre la pequeña cama de hierro antigua, mientras el cemento frío vibraba bajo su cuerpo con cada contracción.
El dolor la doblaba en dos; los gemidos se le convertían en gritos agónicos que rebotaban contra las paredes desnudas.
Mordía su propio brazo con tal fuerza que el sabor metálico de la sangre le llenaba la boca, y aun así gritaba, clavando las uñas en la tabla y llamando, entre jadeos, a su padre.
—¡Papá! ¡Por favor… no me dejes! —clamaba, con la voz rota—. ¡Ayúdame!
La puerta cerrada parecía burlarse de ella. Nadie acudía. El mundo fuera del sótano continuaba ajeno, y dentro, la noche era un pozo de luz escasa y barrotes de silencio.
Tenía veinte años y, en cuestión de horas, la vida dentro de ella pedía paso al mundo.
Tenía miedo; no por dar a luz, sino por cómo y con quién había llegado hasta allí.
Mientras Aitana sudaba y se retorcía en el sótano, expulsando líquido amniótico y gimoteando entre contracciones, una mujer apareció en la penumbra.
—Te ayudaré a tener al bebé —dijo con voz de quien conoce el oficio.
Pero la aparición del auxilio no borró la realidad. Aitana miró, aterrada, cómo su padre irrumpía junto a Isaura, aferrada a su brazo.
—Papá, por favor… déjame ir— suplicó, quebrada por el terror—. Nadie sabrá que soy tu hija.
Su plegaria no tocó el corazón endurecido. Él la miró como a una vergüenza atada a su apellido y, con desprecio, sentenció: —Eres mi mayor vergüenza. Ojalá pudiera arrancar mi sangre de ti. Basura.
—Sí, hermana, papá tiene razón. Eres la mancha más fea de esta familia —pronunció Isaura con malicia.
—Cállate —escupió Aitana entre dientes, mirando con odio a la mujer que había usurpado su lugar—. Tú bien sabes quién es la verdadera mancha aquí. El karma se encargará de ustedes.
Su mirada buscó a la tía, fría y complaciente, que apenas esbozó una sonrisa contenida; la casa olía a hipocresía.
Aitana sintió el pecho arder de rabia y desamparo, pero su voz se quedó suspendida cuando su padre avanzó con paso seco y le propinó una bofetada que le arrancó el aliento y la hizo perder el sentido.
Cuando volvió a abrir los ojos, un llanto infantil, quebrado y débil, le atravesó la sien, pero entonces vio al bebé, envuelto en un paño manchado de sangre, siendo llevado lejos por la mujer que la había atendido.
—¡Mi bebé! —gritó, con la garganta hecha hilo—. ¡Mi bebé! —intentó incorporarse, pero sus piernas no respondían; el terror inmovilizaba sus extremidades.
—¿Hacia dónde llevan a mi hijo? —gimoteó entre sollozos que la desgarraron.
La sirvienta, con la mirada baja y la voz apagada por la obediencia, respondió: —Lo siento, señorita, pero el amo ha ordenado que el bebé sea llevado a un orfanato. No puedo contrariar la orden.
Las palabras cayeron sobre Aitana como otro golpe. Se alzó en el borde de la locura.
—¡No! —gritó, convulsionando—. ¡Devuélvanme a mi hijo! Me da igual perder el apellido, maldigan mi nombre si quieren, pero no se lo lleven. ¡Me moriré si se lo llevan!
Isaura entró de nuevo arrugando la nariz con cara de asco y desprecio.
—¡Cállate, escandalosa! —dijo con delectación—. Ese engendro es la bastardia de varios vagabundos. Que viva en la calle como sus padres. Además, la partera dijo que nació enfermo; tiene problemas del corazón. Qué triste para ti, ¿no?
Isaura saboreó el dolor de Aitana como si fuera un banquete y añadió, baja: —Habría sido perfecto que mi padre te echara a la calle, pero él cuida demasiado su reputación. Mucha gente lo conoce; teme que lo desacrediten por tu culpa. Tendré que esperar para sacarte de aquí y convertirme en la hija legítima.
Tan pronto Isaura dio media vuelta, Aitana sintió que un nuevo dolor agudo le atravesaba el vientre bajo, como si un cuchillo invisible le desgarrara por dentro.
Aplastó los labios hasta hacerse daño para no emitir ni un solo gemido, tragándose el grito que le quemaba la garganta.
Apenas escuchó el chasquido de la puerta cerrándose detrás de Isaura, sus ojos se nublaron de lágrimas y, con un gesto desesperado, se aferró a la mano de la sirvienta que estaba allí limpiándole la sangre.
—¿Qué ocurre? —preguntó la sirvienta, con la voz temblorosa, notando la presión casi insoportable de los dedos de Aitana en su piel.
—Ayúdame… por favor… —jadeó Aitana, con el sudor perlándole la frente mientras sus uñas se clavaban en la carne de la joven.
—¿¡Usted está teniendo contracciones!? —exclamó la sirvienta, llevándose una mano a la boca, con el rostro desencajado por el espanto—. ¡Debo llamar a la partera de inmediato!
Aitana, con los ojos desorbitados y el aliento entrecortado, se aferró al brazo de la muchacha como si de ello dependiera su vida.
—No… por favor… no lo hagas. —rogó, tan rota que parecía a punto de desaparecer—. Ayúdame tú… no quiero que me quiten a este bebé…