Acusada por la víbora.

A la mañana siguiente.

Con un dolor desgarrador en la entrepierna, y sintiendo que cada hueso de su cuerpo había sido triturado por dentro, Aitana abrió los ojos de golpe.

 El aire le ardía en los pulmones. Se incorporó con dificultad, y lo primero que vio fue la espalda ancha de su enemigo y su cabello negro, tan liso, hidratado y sedoso, que le caía sobre la nuca con una elegancia irritante.

 Su piel, endemoniadamente suave para ser de un hombre, parecía provocarla incluso sin tocarla. Aunque lo odiaba con todo su ser, era imposible no reconocer que ese hombre estaba *a pedir de boca*. Cejas negras y tupidas, perfectamente delineadas; pestañas largas que sombreaban una mirada feroz, de esas que hacían temblar hasta al orgullo más firme. Sus ojos color miel, cálidos y crueles al mismo tiempo, tenían el poder de desnudarla sin tocarla. 

Sus labios —demasiado rosados, demasiado húmedos— parecían hechos para el pecado. Sus dedos largos, sus uñas cuidadas, su piel sin exceso de vello… todo en él era un equilibrio maldito entre la bestialidad y la perfección. 

No era un gimnasio ambulante, pero cada músculo en su cuerpo parecía esculpido con precisión quirúrgica. Siempre vestía con elegancia, con ropa fina que olía a dinero, perfumes caros que permanecían en el aire incluso cuando se marchaba. En sus muñecas brillaban relojes exclusivos, y en su cintura se notaban correas de piel genuina, mancuernas de oro adornaban sus camisas, y zapatos de edición limitada sus pies… y, por si fuera poco, medía dos metros de pura intimidación. 

Nerviosa, Aitana se levantó tambaleante. Tomó del suelo una camisa de él y, aunque el aroma masculino impregnado en la tela le revolvió el estómago, se la colocó. Y a pesar de que le quedaba grande, cubría lo justo. 

Se quitó la máscara de conejita que aún llevaba, odiando la sensación de ridículo que le subía a la garganta. Quiso gritarle, escupirle en la cara, decirle que era un desgraciado… pero se cubrió los labios antes de emitir un sonido.

 La vergüenza le pesaba más que la rabia. Deseaba reclamarle por haberle arrebatado su primera vez, pero el orgullo se lo impidió. No podía dejarle saber que la mujer con la que había estado era *ella*: la misma chica a la que odiaba, la que él culpaba por el accidente que dejó a su hermana en coma. Reclamarle sería más humillante que caminar desnuda por la ciudad.

 Así que, con el alma hecha trizas, Aitana se vistió a medias y regresó a su casa. Al cruzar la puerta del salón principal, encontró que  su padre estaba allí, rígido como una estatua, junto a su media hermana bastarda y la tía desgraciada que ahora era su amante oficial. 

—Hermana, es asqueroso que te vayas de juerga con vagabundos —escupió Isaura, con fingido horror, señalándola con el dedo como si tuviera lepra.

 —Eres una cualquiera —soltó su padre, con la voz vibrando de ira y vergüenza. El primer bofetón llegó tan rápido que Aitana apenas alcanzó a respirar. Luego vino otro. Y otro. Cada golpe le rompía algo más que la cara. 

—Esposo, deja que la pobre Aitana explique qué ocurrió —fingió intervenir su tía, la madre de Isaura, con una mueca hipócrita que le torció los labios. Pues en realidad, disfrutaba cada lágrima que caía del rostro de Aitana. La odiaba con pasión; odiaba que fuera la hija legítima del gran empresario Fonseca, mientras su propia hija —nacida de un pecado— debía ocultar su parentesco como si fuera una vergüenza.

 —¡No abogues por esta! —rugió Alan Fonseca, con los ojos inyectados de rabia—. Aparte de ser una buena para nada, y un ave de mal agüero que hizo morir a su madre, es una glotona que solo sabe comer, y como si fuera poco, una sinvergüenza que se 

arrastra con hombres en la calle, arrastrando mi apellido y mi reputación por el suelo. 

Aitana, con el labio partido y la mirada nublada por las lágrimas, apretó los puños. El temblor en su cuerpo era una mezcla de furia, impotencia y un orgullo herido que se negaba a morir. 

Entonces rió. Rió con una risa rota, temblorosa, y casi histérica.

 —¿Reputación? —le devolvió, con una sonrisa enloquecida—. Padre, ¿hablas de tu reputación? ¿Qué pasará el día que todos sepan que mientras tu esposa vivía, te revolcabas con su hermana? Que mientras fingías ser un esposo ejemplar en las revistas y en noticias de farándula, tu amante criaba a una hija que era tuya… mientras mi madre, engañada, le abría las puertas de su casa creyendo que ayudaba a una mujer abandonada. 

La voz de Aitana temblaba, pero no retrocedía. 

—Dime, padre —continuó, con un brillo de locura en los ojos—, ¿qué reputación te quedará cuando el mundo se entere de que Isaura, la que te llama *tío político*, en realidad es tu hija? Una hija nacida de la infidelidad, del engaño y la traición. 

El golpe que recibió Aitana fue tan brutal que la dejó sin aire. La mano de su padre la hizo girar el rostro, y su labio inferior se partió de inmediato, derramando un hilo de sangre que cayó sobre el suelo de mármol. Y aun así, Aitana no bajó la mirada. 

—Cállate, asesina, mataste a tu propia madre. Desde hoy no saldrás de tus aposentos. No quiero ni verte a la cara; solo me provocas rabia. 

—Papá, pero deberías echarla y quitarle tu apellido —se quejó Isaura, al ver que su trampa no había triunfado.

 Lo que ella buscaba al haber drogado a Aitana era precisamente que su padre la expulsara. Odiaba que Aitana fuese la hija legítima; vivía a su sombra, sabiendo que jamás podría llevar el apellido Fonseca sin ser señalada. 

Desde ese día, Aitana quedó prisionera entre cuatro paredes; se mantuvo encerrada hasta que, un mes y medio después, los malestares comenzaron a devorar sus mañanas: náuseas que la hacían vomitar al amanecer, un vacío que la recorría entero.

 La tía y Isaura llegaron una mañana con dos pruebas de embarazo en la mano. 

—La servidumbre está cuchicheando sobre tus malestares. Es momento de que salgamos de dudas— espetó Sandra la tía de Aitana y madre de su media hermana.

Aitana que estaba sentada en un sillón junto a la ventana se levantó a la defensiva, pero sin importar su renuencia se las obligaron a hacerse a la fuerza, pensando que aquel resultado daría a Alan la excusa perfecta para echarla a la calle. 

Isaura hizo un sonido de asombró ante de carcajearse cuando las pruebas marcaron positivo.

—¡Vaya zorra!— exclamó Isaura.

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