Maximiliano avanzó hacia sus oficinas, un vasto complejo de bodegas ocultas al norte de Rockefeller. La desaparición de uno de sus cargamentos lo tenía al borde de la exasperación, no tanto por el dinero perdido, sino porque sus rivales parecían acecharlo más cerca de lo que toleraba.
Descendió de su imponente limusina, se ajustó el gabán sobre los hombros y se calzó los guantes de cuero. Aunque la noche envolvía la ciudad, sus ojos permanecieron ocultos tras unos lentes oscuros. Nadie debía verle la mirada.
—Sullivan, ¿quién estaba a cargo del cargamento perdido?
—¡Sacha, señor! —respondió el hombre, con un temblor apenas contenido en la voz. Sullivan era su mano derecha, pero incluso él sentía más miedo que lealtad.
—Dangong lleva poco con nosotros, ¿verdad?
—Sí, señor. El más nuevo de los encargados.
Maximiliano asintió con frialdad. La posibilidad de una traición le quemaba por dentro. Con pasos firmes, se dirigió al fondo de la bodega, donde Sacha, atado a una silla, ya mostraba en su rostro los estragos de un interrogatorio fallido. Varios hombres de su organización rodeaban al prisionero, expectantes.
Maximiliano se acercó, deteniéndose justo frente a él. A través de los lentes, percibió el terror en las pupilas dilatadas del hombre.
—Sacha, ¿qué demonios pasó?
—Señor, perdóneme… Nos asaltaron en el muelle. Lo juro, intenté defender el cargamento, pero… era demasiado tarde.
Maximiliano se inclinó hasta quedar a la altura del tembloroso rostro de Sacha. El olor a orina impregnaba el aire; el hombre se había humillado hasta lo inimaginable.
—Tu vida valía menos que esa mercancía, Dangong—dijo con un dejo de desdén—. ¿Acaso sabes cuánto costaba?
—No, señor… No lo sabía. Pero se lo suplico, déjeme enmendarlo. ¡No me mate!
Maximiliano se apartó, recorriendo el lugar con gesto calculador. No disfrutaba de las ejecuciones, pero tampoco podía permitirse dejar cabos sueltos. Alzó las manos, y el silencio se apoderó de la bodega.
—Las decisiones se toman con la cabeza fría. Y cuando fallas a esta organización… hay consecuencias.
Nadie osó respirar. La reputación de Maximiliano precedía su crueldad.
—Por eso, amigos, este hombre pagará por su error.
Sacó el arma de su gabán, pero justo al apuntar, un pensamiento frívolo lo detuvo: al día siguiente tenía una cita con una mujer enigmática, y no quería manchar sus manos antes de tocarla.
Inspiró hondo, exhalando con fastidio.
—Esta noche, diviértanse con Dangong—guardó el arma—. Pero no exageren. No quiero que la limpieza mañana sea un martirio.
Los hombres asintieron en silencio. Maximiliano encendió un cigarrillo y abandonó la bodega.
—Sullivan, llévame a casa.
El conductor lo miró con recelo. Era raro que dejara un asunto sin resolver.
—¿Todo bien, señor?
—Perfecto. Mañana tengo asuntos que atender.
Al llegar a su mansión, Maximiliano se desplomó en el sofá, sirviéndose una copa tras otra. ¿Por qué no había disparado? Él no era conocido por su misericordia. Pero la imagen de aquella mujer frágil en el cementerio, la ex prometida de su sobrino, lo obsesionaba. No por amor, sino por la expresión de Manuel cuando heredara todo lo que le pertenecía. Ese espectáculo no tenía precio.
El alcohol lo venció. Subió a su habitación sin desvestirse y cayó rendido.
***
Al día siguiente
Madison no había dormido. El anuncio del matrimonio de su ex la sumía en una vorágine de dolor y rabia. El amor le había fallado, pero la venganza no.
Se duchó rápidamente, maquilló su palidez y recogió el cabello en una coleta impecable. Vistió su mejor atuendo, calzó sus tacones más altos y se perfumó con lo último que le quedaba. Si iba a aceptar la propuesta de Maximiliano, debía estar a su altura.
Tomó la dirección anotada y, con sus últimos billetes, tomó un taxi.
Una hora después, se detuvo frente a la mansión más lujosa que jamás hubiera visto. Ni siquiera Manuel la había llevado a la residencia familiar. El jardín, el mármol pulido, el aroma a rosas… todo exudaba opulencia.
Llamó al timbre con dedos temblorosos. El corazón le martillaba el pecho.
Una mujer de rostro adusto, vestida de mucama, abrió.
—¿Sí?
—Buenos días… vengo a ver a… —la voz le faltó.
La mucama frunció el ceño.
—Mejor váyase. Esto no es lugar para usted.
La puerta empezó a cerrarse, pero una voz áspera la detuvo.
—¡Dennis! ¿Qué diablos haces?
Maximiliano apareció al fondo, con un vaso de agua en la mano y el rostro demacrado por la resaca. Migdaliacedió el paso, aunque sin ocultar su desaprobación.
—Buenos días, señor Ferrer —murmuró Madison, evitando mirarlo directamente. Llevaba una camiseta ajustada y un short que dejaba poco a la imaginación.
—Buenos días, Madison. Pasa. Dame una hora; debo arreglarme.
—No se preocupe, puedo esperar.
Maximiliano sonrió al notar su incomodidad. Era como un pajarito asustado, y eso lo intrigaba.
—Siéntate. Pide lo que quieras.
Madison obedeció, clavando la mirada en su teléfono para distraerse. Pero cuando Maximiliano se inclinó frente a ella, el corazón le dio un vuelco.
—Madison, te ves elegante —dijo sin ceremonias antes de marcharse.
En su ausencia, ella reprimió un mordisco a su labio inferior. Sus piernas eran imposibles de ignorar.
Media hora después, Maximiliano reapareció en el balcón.
—¡Listo!
Madison se levantó de un salto.
—Perdón, no te había visto.
—Ven a mi despacho.
La oficina era un despliegue de lujo. Madison apenas podía creerlo.
—Siéntate —ordenó él, señalando una silla.
—Es extraño… aceptar esto, siendo la ex de tu sobrino. ¿Qué dirá tu familia?
—Que estamos enamorados —respondió sin pestañear.
—Entiendo… Maximiliano.
—Eso es mejor que “señor Ferrer”. Puedes llamarme como quieras, menos eso.
Madison esbozó una sonrisa.
—Es solo que… parece un pecado.
Maximiliano la observó con intensidad, hasta que ella bajó la vista.
—No temas. Firmaremos un acuerdo. Por ahora, múdate aquí. Sé que vives en un hotel, y mi prometida merece más. Son solo tres años. Después, tendrás tu propia casa.
Madison lo miró, sorprendida.