Leonela sintió un nudo en el estómago. Demonios, pensó, ¿Enrique es… prostituto? Las piezas encajaban de una manera que la horrorizaba: las miradas furtivas, las conversaciones a media voz, la manera en que él esquivaba ciertas preguntas con una sonrisa encantadora. Recordó una noche, semanas atrás, cuando lo vio salir de una suite a medianoche, ajustándose la camisa con una expresión que no pudo descifrar.
—Perdón, ¿me disculpas un segundo? —dijo Leonela, su voz tensa, tratando de mantener la compostura.
Samara asintió, su sonrisa apenas contenida, complacida al ver el efecto de sus palabras. El veneno ya estaba haciendo su trabajo.
Leonela se levantó, sus pasos rápidos la llevaron hacia el pasillo, pero antes de que pudiera alejarse, una figura familiar emergió de las sombras. Cassandra, con su elegancia calculada y una mirada que destilaba desprecio, se acercó a Samara. Leonela se detuvo, oculta tras una columna, y escuchó.
—Escuché todo el numerito que montaste —dijo Cassandra, su