Entonces lo vio. Enrique, en el bar, conversaba con una mujer elegante, con una copa de vino en la mano. Sus movimientos eran seguros, su sonrisa magnética. Leonela apretó los puños. No mentiste, estás trabajando… pero no como mesero.
Observó, con el corazón en un puño, cómo a Enrique le entregaban un sobre bastante choncho. Dinero, pensó, su imaginación desbocada. Se levantaron, y Enrique le dijo algo en voz baja. La mujer asintió, y él se adelantó, mientras ella lo seguía con pasos rápidos. Leonela, movida por una mezcla de celos y furia, los siguió con sigilo.
En el ascensor, Enrique se disculpó con la mujer.
—Olvidé mi saco en el bar. ¿Te importa dejar tus datos en recepción? Vuelvo en un momento.
La mujer sonrió, despreocupada.
—Claro, ahí te los dejo.
Leonela, que subía por las escaleras, los perdió de vista. Cuando llegó al piso, Enrique ya no estaba. Frustrada, fue al bar, buscando alguna pista, pero no había rastro de él. ¿Me evitó a propósito? pensó, su rabia creciendo. ¿Está