El aire en el penthouse del Hotel Esmeralda era denso, cargado de traición y pétalos de rosa que ahora parecían burlarse de Leonela. Sus ojos, encendidos por una mezcla de furia y dolor, se clavaron en la escena que tenía frente a ella: Enrique, desplomado en el sofá, su camisa desabrochada y un brazo descansando sobre Samara, cuya silueta apenas cubierta por una sábana fingía confusión. La luz de las velas titilaba, arrojando sombras que danzaban como testigos silenciosos de un engaño.
Leonela sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Su voz, rota pero afilada, cortó el silencio.
—¿Enrique? —gritó, su nombre resonando como un lamento.
Samara se incorporó con un movimiento teatral, tirando de la sábana para cubrirse, sus ojos destellando con una indignación fingida.
—¡Demonios! —espetó, su voz cargada de un reproche que sonaba ensayado—. ¿Leonela? ¿Qué está pasando? ¿Cómo te atreves a irrumpir así?
Leonela dio un paso atrás, su mente un torbellino de confusión. El aroma del ch