Horas más tarde, ya en casa, el silencio reinaba mientras Luciana paseaba por el departamento como un alma en pena. Iba de la sala a la cocina, y de la cocina al balcón. La ansiedad la corroía por dentro. Revisó su celular por enésima vez esperando la llamada del doctor.
Dylan, por su parte, estaba sentado en el borde de la cama, con una taza de té sin azúcar entre las manos, dándole vueltas sin tomar un solo sorbo.
—Esto es absurdo —murmuró él al aire—. Yo soy el enfermo, pero tú eres la que parece tener una úlcera.
—¡Perdón si estoy nerviosa, Dylan! —respondió ella desde el comedor, con un tono que fue mucho más alto de lo que pensaba.
—No lo decía en mal plan… solo que estás caminando como si esperáramos los resultados de ADN de un crimen.
—¡Porque así se siente! —gritó Luciana, volviendo a aparecer en el pasillo con los ojos brillosos y las manos en la cintura—. ¿Y tú? ¿Por qué estás tan relajado? ¡Esto podría cambiarlo todo y tú pareces en una telenovela de sobremesa!
Dyla