Días después, en el despacho de Dylan, el aire se sentía más denso de lo habitual. No por el clima, sino por la tensión acumulada. Sentado en su sillón de cuero, con la camisa desabotonada en el cuello y el rostro visiblemente agotado, Dylan se frotaba las sienes mientras intentaba concentrarse en el informe que tenía delante.
La puerta se abrió sin golpear, como solía hacer Alex, su mejor amigo y ahora también su padrino de bodas.
—¿Qué pasa, comiste un limón? —bromeó al ver su expresión.
—No empieces —murmuró Dylan sin alzar la vista—. Me siento fatal. Otra vez.
Alex dejó una carpeta sobre el escritorio y se sentó frente a él con su típica actitud relajada.
—¿Otra vez el estómago?
—Sí. Pero no solo eso. Dolores de cabeza, náuseas por la mañana —ironizó—. Y ayer el café me dio tanto asco que terminé escupiéndolo en el lavabo. ¡El maldito café, Alex!
—¿Y no será que… estás embarazado? —soltó con una risa disimulada.
Dylan alzó una ceja, claramente sin humor.
—Claro. Haremos u