Guille
Gala me acompañó hasta la puerta de la casa y me costó un mundo soltarle la mano.
Me miró con los ojos enrojecidos pero con una luz distinta, la luz de la esperanza después de nuestra charla.
—Luego del médico con Juana, paso por lo de Julieta a levantar ropa para ti —le prometí, acariciándole la mejilla con cuidado—. Así no tienes que preocuparte de nada.
Asintió, con una sonrisa débil y frágil, pero suficiente para hacerme sentir que lo imposible podía volverse realidad. Me incliné y le di un beso rápido, porque sabía que si me quedaba más tiempo iba a ser incapaz de irme.
—Nos vemos después, mi amor.
—Ten cuidado —susurró.
Cerré la puerta detrás de mí con el corazón bombeando tan fuerte que me dolía el pecho.
Subí a la moto con una sonrisa que me ardía en la cara. El viento me golpeaba mientras avanzaba hacia el colegio de Juana, pero dentro de mí todo estaba en calma.
No había ganado un campeonato mundial, no me habían levantado la mano en un cuadrilátero, y aun así sentí