Guille
No escuché los gritos. No vi las caras. No sentí nada, absolutamente nada fuera o dentro de mí. Solo vi a Gala en el suelo.
Mi rabia cambió de color. Ya no era un incendio: era una línea clara, un camino recto.
Avancé dos pasos. Héctor seguía con el brazo levantado, como si quisiera justificarse.
—Fue sin querer —dijo, pero el hijo de putâ estaba sonriendo.
No lo golpeé. No desperdicié ni un segundo más en él. Me agaché frente a Gala.
—Mi amor, mírame —le dije, la voz temblándome y, aun así, conteniendo la ira que me mataba por dentro—. ¿Puedes ponerte de pie?
Asintió, aturdida. La ayudé a incorporarse con cuidado, pasándole el brazo por los hombros. Su sangre me manchó los dedos. Entonces giré hacia Héctor. Le sostuve la mirada para que entendiera exactamente lo que iba a decir.
—Esto no va a quedar así —murmuré, sabiendo que no podía continuar con la pelea. Primero debía atender a mi mujer—, te juro que te enterraré con mis propias manos.
Él quiso reírse. No le di espacio. C