Guille
La vi entre la multitud antes de subir al ring.
No sé por qué mis ojos se detuvieron justo en ella, entre tantas caras, gritos y apuestas. Estaba rodeada de amigos que parecían no encajar tampoco en ese lugar, pero ella destacaba más que nadie.
Vestía demasiado elegante para un agujero como este. Parecía hecha de otra cosa. Sus ojos verdes me miraban como si yo no fuera un tipo más de los que se arrastran en este ambiente.
Aparté la vista de golpe. No podía darme el lujo de distraerme.
El presentador anunció mi nombre, mal pronunciado como siempre, y el rugido de la gente me devolvió a la realidad. El ring improvisado olía a cuero, a sangre y a cerveza rancia.
Subí al ring por las cuerdas con un nudo en el estómago. Cada pelea era una apuesta, no solo de dinero: era la forma en que pagaba las cuentas, los remedios de Juana, lo poco que nos mantenía a flote.
Mientras caminaba hacia mi esquina, respiré hondo. Sentí el sudor frío recorrerme la espalda. La lona bajo mis pies estaba áspera, llena de marcas de otros combates. Mis guantes pesaban más de lo normal, pero era la adrenalina. Siempre pasaba.
El árbitro nos llamó al centro. El rival, un tipo más grande que yo, sonreía confiado, como si ya me hubiera ganado. Yo apenas lo miré. No peleaba por demostrar nada, sino para sobrevivir.
El sonido metálico de la campana me atravesó el pecho.
Al principio, medimos la distancia. Él lanzó un par de directos de izquierda lentos, de prueba. Los esquivé, inclinando la cabeza justo a tiempo. Mis pies se movían en el ritmo que me había enseñado mi entrenador: paso corto, ligero, guardia alta. El público gritaba, algunos ya estaban apostando mi caída.
Me enfoqué en su hombro izquierdo. Siempre me daba la pista de lo que venía. Cuando lo vi girar, lancé mi gancho directo a su rostro. Impacté primero. El golpe fue limpio y brutal. Sentí el hueso de su pómulo vibrar contra mis nudillos.
El ruido alrededor estalló. No estaban muy contentos de que un don nadie le hubiera golpeado primero.
El rival retrocedió un paso, sorprendido. Entonces arremetió con fuerza. Ganchos al cuerpo, pesados, buscando quebrarme las costillas. Aguanté, apreté los abdominales y retrocedí lo justo. El dolor se clavó en mi costado, pero lo usé como impulso. Giré y conecté un gancho lateral de derecha que lo hizo tambalear.
Respiraba rápido, pero la adrenalina mantenía mi cuerpo firme. Cada golpe me recordaba por qué estaba ahí: Juana. Sus ojitos cansados, su sonrisa a pesar del cansancio y el dolor. No podía darme el lujo de perder.
Entre un intercambio y otro, giré la cabeza por un segundo. Y ahí estaba ella otra vez.
La chica de ojos verdes.
Me observaba fijamente, con los labios entreabiertos, como si sintiera cada golpe conmigo. No animaba como el resto, no gritaba. Solo me miraba. Y esa mirada preocupada, incluso dulce, me atravesó más que cualquier puño.
Tragué saliva, volviendo a ponerme en guardia. No podía permitirme flaquear, pero el recuerdo de esos ojos se quedó ahí, acompañando cada movimiento.
El rival me lanzó un gancho ascendente, por poco me rozó la mandíbula. Retrocedí, el corazón a mil. Respondí con un puñetazo directo al estómago, escuchando el aire escapar de su boca. El público enloqueció, algunos apostadores golpeaban la baranda, gritando mi nombre, otros maldiciendo.
Mi entrenador hablaba sin descanso; apenas pude distinguir sus palabras entre el eco de la multitud. La campana sonó, marcando el final del primer asalto. Volví a mi esquina jadeando, con el sudor ardiéndome en los ojos. Me extendió la botella de agua y lanzó instrucciones rápidas, apenas logré escucharlas entre el ruido de la multitud.
No podía sacarme de la cabeza la sensación de que ella seguía ahí, observándome como si me conociera.
El segundo asalto empezó con más violencia. El rival estaba furioso por haber perdido terreno. Vino directo hacia mí, lanzando combinaciones de golpes que parecían martillazos. Bloqueé algunos, otros me impactaron en los brazos y los costados. Cada vez que recibía un puño, escuchaba en mi mente la voz de Juana: “No te rindas, Guille. No bajes la guardia.”
Apreté los dientes y respondí: dos ganchos de izquierda, veloces, seguidos de un derechazo al mentón. Sentí el crujido seco cuando su cabeza giró con el impacto. La multitud estalló en un rugido. Yo no sonreí, no celebré. Solo mantuve la guardia alta, respirando por la nariz, con la mente fija en el siguiente movimiento.
Pero entonces, otra vez, mis ojos buscaron entre el gentío.
Ella seguía mirándome.
No sabía por qué demonios me importaba tanto, pero lo supe de inmediato: una conexión única y sin sentido que nos afectaba a los dos.
El rival lanzó otro puñetazo, lo esquivé inclinando la cintura y aproveché para conectar un gancho desde abajo directo a su cara. Cayó contra las cuerdas, tambaleando. El árbitro se acercó, levantó las manos para detenerlo.
El público se levantó de sus asientos, gritando, agitando billetes, volcando cerveza y exhalando el humo de sus cigarrillos por todas partes.
Yo apenas lo escuchaba.
Mi mirada volvió a ella, a esa chica desconocida que había hecho que toda la pelea se sintiera distinta.
Por primera vez en mucho tiempo, no peleaba solo por Juana. Esa noche, había alguien más en la multitud que me hacía querer mantenerme en pie.
Bajé del ring con las piernas pesadas, la camiseta pegada a la piel por el sudor y los nudillos ardiendo bajo los guantes.
El rugido del público seguía retumbando en mis oídos, pero ya no me importaba. Siempre era lo mismo: unos aplaudían, otros maldecían por las apuestas perdidas. Para mí, solo había una verdad en todo ese caos: esa noche había ganado. Y cada victoria era un respiro más para Juana.
Me estaban quitando las vendas cuando la vi.
La rubia despampanante de ojos verdes se abrió paso entre la gente como si nada pudiera detenerla. Caminaba con seguridad, rodeada de sus amigos, y me di cuenta de que era la primera vez en mucho tiempo que alguien se acercaba así, sin miedo ni asco.
Se detuvo frente a mí.
—Peleas bien —dijo, con una sonrisa que parecía demasiado luminosa para un lugar como este—. Soy Gala.
No pude evitar mirarla un segundo de más antes de responder.
—Guillermo.
Uno de sus amigos, el chico de la camisa ajustada y el brillo en los ojos, se acercó.
—Vamos de camino a una fiesta en casa de Julieta —me dijo sin aliento—. Deberías venir, campeón.
Fruncí el ceño, dudando. Nunca había sido de ir a fiestas. Después de una pelea, volvía directamente a casa. Dormía un par de horas para recuperar fuerzas y volver al gimnasio.
No quería rechazar la invitación de la rubia hermosa... pero debía volver a casa.
Abrí la boca para negarme, cuando mi teléfono vibró en mi bolsillo. Lo saqué y vi el mensaje de mi hermanita:
Juana: La señora Margarita me invitó a cenar y quedarme a dormir. Nos vemos en la mañana.
Sonreí sin poder evitarlo. Esa vecina era un ángel, siempre cuidando de Juana cuando yo no podía. Y eso significaba que, por una noche, estaba libre.
Volví a levantar la mirada. Gala seguía ahí, observándome con paciencia. Sus ojos brillaban de una manera inquietante y, al mismo tiempo, no podía apartar la mirada.
—Bueno, vamos —dije, guardando el teléfono—. Una copa no me va a matar.
El grupo festejó la respuesta. El chico con la camiseta ajustada levantó las manos y la otra chica me dio una sonrisa tímida y sincera.
Pero el ambiente se tensó en unos pocos segundos.
Héctor Torres apareció caminando hacia nosotros. Tenía el torso cubierto apenas por una toalla, y la arrogancia marcada en cada paso. Se acercó directo a Gala, ignorándome por completo.
—Sabía que vendrías —le dijo, con esa voz engreída que usaba hasta para respirar—. ¿Y veo que trajiste a tus amigos también?
Gala se enderezó, sin sonreírle.
—Claro, Héctor. No iba a perderme el espectáculo —respondió, con un tono cortante que a mí me sacó una sonrisa interna.
Finalmente, sus ojos se posaron en mí. Me recorrió de arriba abajo, evaluándome como si fuera una pieza defectuosa en su colección.
—Eres el nuevo —dijo, con sorna—. Pero no te hagas ilusiones. Aquí nadie se roba la atención que me pertenece.
Apreté la mandíbula, conteniendo la respuesta que quería soltarle. No valía la pena armar una escena en ese almacén lleno de gente mirando.
Pero Gala dio un paso adelante.
—Ya basta, Héctor —dijo con calma, aunque la firmeza en su voz me sorprendió—. Guille viene con nosotros.
Y antes de que él pudiera decir nada más, me tomó del brazo. Su mano era suave, cálida, pero al mismo tiempo transmitía una seguridad que me descolocó.
—Vamos —me susurró.
El grupo empezó a moverse hacia la salida, dejando a Héctor detrás, mirándonos con una mezcla de furia y ego herido.
Yo apenas podía creer lo que estaba pasando. Una chica como ella, en un lugar como este, tomándome del brazo como si yo fuera alguien importante...
Y así, sin entender del todo cómo había llegado a esta situación, terminé caminando con Gala y sus amigos rumbo a la fiesta en casa de Julieta.