Gala
El apartamento de Julieta quedaba en pleno centro de la ciudad. Un edificio viejo que todavía conservaba los azulejos descascarados en la entrada y un ascensor que chillaba cada vez que subía.
Nada glamoroso, nada parecido a lo que estaba acostumbrada… pero me encantaba. Esa mezcla de música, risas y desorden tenía más vida que cualquiera de las cenas elegantes a las que solía acompañar a papá.
Entramos en grupo, todavía comentando la pelea. Pedro no dejaba de hablar de Guillermo, exagerando cada golpe como si hubiera estado en el ring con él. Manuela no paraba de hablar de Héctor. Julieta nos abrió la puerta con una sonrisa orgullosa, como si fuera la anfitriona de la mejor fiesta de la ciudad.
Guille, en cambio, se veía incómodo. Sus hombros estaban rígidos. Sus ojos evitaban los nuestros, como si no supiera dónde meterse.
Me acerqué un poco más a él.
—¿Pasa algo? —le pregunté en voz baja.
Él me miró, serio, y soltó un suspiro.
—No recogí mi bolso en el almacén. No tengo ropa para darme una ducha ni para cambiarme.
Lo dijo como si fuera una confesión grave, pero no pude evitar sonreír.
—Espera aquí —respondí.
Antes de que pudiera protestar, me lancé pasillo adentro hasta encontrar a Julieta en la cocina. Ella estaba destapando una botella de ron.
—Necesito un favor —le pedí, casi sin aliento—. ¿Tu hermano dejó ropa aquí?
Julieta arqueó una ceja, divertida.
—¿Para quién es?
—Para Guillermo. No seas pesada, ¿me ayudas o no?
Ella me sonrió de lado y me condujó a la habitación de su hermano. Abrió un cajón y sacó una muda de ropa. Me la entregó con un gesto travieso.
—Ten cuidado, Gala. Ese chico tiene pinta de romper más que narices.
Rodé los ojos y regresé a donde estaba Guille. Le tendí la ropa con una sonrisa triunfante.
Él frunció el ceño, confundido. Lo tomé de la mano y lo jalé suavemente.
—Ven, te muestro —dije, mientras lo guiaba por el pasillo hasta la habitación de Juli. Al llegar, señalé la puerta del baño—. Puedes ducharte ahí.
Él tomó la ropa, pero no entró enseguida. Se quedó mirándome con esa intensidad que me derretía; sentí un escalofrío en la nuca.
—¿Entrarás conmigo también a la ducha? —preguntó, con esa media sonrisa que me dejó sin aire.
Me quedé congelada un segundo, el corazón latiendo a mil. No sé de dónde me salió la respuesta, pero la solté casi sin pensar:
—No me tientes, grandulón.
Salí de la habitación de inmediato, con las mejillas ardiendo y las piernas hechas gelatina. ¿Qué demonios acababa de decir? Nunca había coqueteado así con nadie, mucho menos con alguien que apenas conocía.
Me refugié en la sala, intentando recuperar el aliento. El lugar se había llenado más rápido de lo que esperaba. La música ya estaba fuerte, y varios chicos habían corrido los muebles para improvisar una pista de baile. Entre risas y vasos de plástico, la fiesta apenas comenzaba.
Fue entonces cuando apareció Héctor.
Con el mismo aire arrogante de siempre, caminó hacia mí ignorando a todos los demás. Se inclinó demasiado cerca, esa confianza que me resultaba insoportable.
—Estás increíble esta noche, mi amor —me susurró, intentando sonar seductor.
Di un paso atrás.
—No estoy interesada, Héctor.
Él arqueó una ceja, y antes de que pudiera apartarme, me tomó del brazo con fuerza.
—No juegues conmigo, Gala. Sabes muy bien que el contrato ya está firmado.
Mi estómago se revolvió.
—Todavía faltan unos meses para concretar el matrimonio —respondí con la voz más firme que pude reunir—. Así que no te hagas ilusiones. Puede que eso no pase jamás.
—Eso no cambia nada —su tono se volvió amenazante—. Tarde o temprano serás mía.
Iba a replicar, pero una sombra se interpuso entre nosotros.
Era Guillermo.
Su cabello estaba mojado, la camiseta pegada a su torso, y los ojos encendidos de rabia. Se plantó frente a Héctor sin necesidad de decir una palabra. La tensión entre ellos se podía cortar con un cuchillo.
Reaccioné de inmediato, poniéndome entre ambos antes de que todo terminara mal.
—Ya basta —dije con firmeza, mirando a Héctor primero, y luego a Guille—. No vale la pena.
Sin esperar respuesta, tomé a Guillermo del brazo.
—Vamos por unos tragos —le murmuré, tirando de él hacia la cocina.
Él me dejó guiarlo, aunque podía sentir la fuerza en sus pasos, las ganas que tenía de volver allí y darle una paliza al imbécil de Héctor. Le serví un trago, y cuando se lo di, nuestras manos se rozaron. Un chispazo recorrió mi piel.
—Gracias —susurró mirándome.
No supe qué responder, así que sonreí y lo arrastré hacia la sala, donde la música vibraba contra el suelo.
—Ven a bailar —lo invité, sonriendo.
Él arqueó una ceja, como si la idea le pareciera ridícula.
—No soy de bailar.
—Bueno, grandulón, aquí no hay cuerdas ni campana que te salven.
Él me miró con una mezcla de desconfianza y curiosidad que me tenía atrapada desde el primer instante que puse mis ojos en él.
Le tendí la mano con una sonrisa retadora.
Al principio, dudó. Pude verlo en sus ojos, esa lucha interna entre mantenerse firme en su seriedad o rendirse a la locura del momento. Finalmente, cedió y su mano encontró la mía.
Un escalofrío me recorrió el brazo entero hasta instalarse en mi vientre.
Lo llevé hasta el centro de la sala. La gente a nuestro alrededor desapareció en cuanto se acercó más.
Él rodeó mi cintura con ambas manos, dudando apenas un instante, como si no quisiera cruzar una línea invisible. Pero lo hizo. Y el calor de sus palmas me quemó a través de la tela del vestido.
—Mírame —le pedí, en un susurro cargado de lujuria.
Él obedeció de inmediato y levantó la cabeza. En cuanto sus ojos se clavaron en los míos, ya no tuve escapatoria. Contuve el aliento... esperando.
El calor que emanaba de su cuerpo me envolvió por completo... dulce, posesivo, sensual. Mi respiración se aceleró de golpe. Tuve que buscar un punto de apoyo en sus hombros para no caerme.
—Bueno —murmuré, apenas audible—, pareces más cómodo aquí que en el ring.
Él sonrió de lado, esa media sonrisa peligrosa que ya me tenía atrapada.
—Eso es porque estoy contigo —respondió.
Comenzamos a movernos al ritmo de la música. Sus pasos eran firmes, seguros, como si el ring le hubiera dado un control perfecto sobre su cuerpo.
Pronto mi cuerpo se fundió al suyo, mis caderas siguiendo su ritmo. Cada paso nos acercaba más, hasta que el espacio entre nosotros desapareció casi por completo.
Su muslo rozaba el mío con cada movimiento. Su pecho, firme y cálido, rozaba mis senøs cada vez que me inclinaba hacia él. La fricción era constante, intencional y deliciosa.
Mis dedos se engancharon en la tela de su camiseta. El sudor mezclado con su olor masculino me embrujaba. Cada inhalación me empujaba más cerca de perder el control.
Sentía una descarga eléctrica recorrerme la columna cada vez que sus dedos apretaban mi piel.
Deslizó una mano un poco más abajo de mi espalda, apretándome contra él. Fue apenas un movimiento, pero suficiente para ponerme a mil.
—Gala… —su voz fue un gruñido bajo, cargado de deseo.
Levanté el rostro, mis labios temblando a centímetros de los suyos. Sus ojos me devoraban. Había hambre en esa mirada, un fuego oscuro que me robó el aire.
Me deseaba, y yo lo deseaba con la misma intensidad.
Sentí ese mismo fuego encendiéndose dentro de mí y ya no podía ocultarlo, ni siquiera quería disimularlo.
Me acerqué más, tanto que el ritmo de su respiración rozaba mis labios.
Movió la cabeza apenas un poco, como si quisiera asegurarse de que se lo permitiera. Yo lo hice, cerrando los ojos por un instante, entregándome.
Su nariz rozó la mía. Sentí su aliento caliente contra mis labios. Mis manos subieron a su cuello, atrapándolo, sin querer dejarlo escapar.
El mundo se volvió un borrón. Ya no existía música, ni gente, ni fiesta. Solo nosotros dos, balanceándonos en un vaivén lento, eléctrico e inevitable.
Estaba a punto de perderme en él, de rendirme a esa fuerza que me arrastraba directo a su cuerpo. Su boca estaba a un suspiro de la mía, y yo ya me inclinaba hacia él, rendida. Mis labios temblaban de anticipación.
El mundo entero se redujo a ese instante, a esa chispa que estaba a punto de convertirse en un gran incendio.
Y entonces, una mano me jaló del brazo.
—¡Gala! —dijo Julieta, con su sonrisa nerviosa. La muy desgraciada sabía lo que estaba evitando—. Te están llamando en el karaoke, ven rápido. ¡Manuela dijo que ya es tu turno!
Me quedé congelada, todavía atrapada en los brazos de Guille, respirando su aliento, con los labios a centímetros de los suyos.
—Yo… —balbuceé, mirando a Julieta y luego a él. No quería irme. No quería soltarlo.
Guille me miró fijo por un segundo más. Y entonces, antes de que pudiera decir nada, se inclinó y me besó la mejilla. Un roce cálido, firme, que me dejó temblando.
—Estaré bien —dijo con calma, aunque sus ojos todavía ardían de lo que había quedado suspendido en el aire—. Ve.
Asentí, incapaz de hablar.
Salí de sus brazos con el corazón acelerado, todavía con la sensación de su beso en la piel.
Juli me tomó de la mano y me arrastró hacia donde estaba Manuela, que agitaba un micrófono como si fuera la dueña del escenario de un estadio.
—¡Por favor, amiga! Por poco y no lo desnudas ahí mismo... —me sonrió con una mueca en los labios—. No me malinterpretes, me encantaría verlo sin esa camiseta, pero creo que ya le echaste el ojo. Y por lo visto no lo vas a soltar.
Mientras caminaba y la escuchaba, no pude evitar voltear una última vez.
Guille seguía en medio de la sala, de pie, observándome. Su mirada me atravesó de nuevo, y supe con certeza que lo que había nacido en ese baile no iba a apagarse con una simple interrupción.