Gala
El auto se detuvo frente a un almacén en ruinas, en las afueras de la ciudad.
Las luces parpadeaban junto a la entrada, bajo el letrero iluminado «El Galpón». La fila de personas esperando para entrar era larga y muy variada: chicos con gorras, hombres de traje buscando adrenalina después del trabajo y mujeres con más maquillaje que abrigos.
—¿De verdad vamos a entrar ahí? —pregunté, mirando por la ventana; no estaba segura de si debía salir del coche.
—Obvio que sí, Gala —contestó Manuela desde el asiento delantero, acomodándose el pelo como si estuviéramos entrando a un evento de alfombra roja—. ¿No quieres ver cómo pelea Héctor? Porque yo sí, y no me voy a perder esta oportunidad.
Rodé los ojos.
No, no quería verlo. No me interesaba Héctor Torres ni lo que hacía en un ring. Pero era más fácil dejar que mi amiga creyera eso que explicarle la verdad: mi padre había firmado un contrato ridículo de matrimonio con él, como si yo fuera un negocio más de su colección.
Julieta, a mi lado, me rozó la rodilla con su mano en un gesto cómplice. Ella era la única que sabía toda la verdad. Susurró:
—Si no quieres entrar, nos vamos.
—Estoy bien —forcé una sonrisa, respirando hondo—. Solo quiero verlo rápido y ya.
Pedro, desde atrás, estalló en una carcajada.
—¡Ay, por favor! No digan que no están emocionadas. Yo me muero por ver a Héctor sudando con esos guantes puestos.
—Tú siempre te mueres por ver hombres sudando —respondió Manuela con fastidio—, pero no esta vez. Héctor es… especial.
—Especialmente pesado —murmuré bajo para que solo Julieta lo escuchara.
Ella tapó su sonrisa con la mano y me guiñó el ojo.
Bajamos del auto y seguimos la corriente de personas hacia la entrada. Dos tipos enormes nos revisaron sin mucho interés y, apenas pasamos, el ambiente cambió por completo.
El olor a humo, cerveza y sudor se mezclaba en el aire. Las luces amarillas apenas iluminaban el cuadrilátero improvisado en el centro, rodeado de gritos y apuestas. La música retumbaba en las paredes metálicas, y cada tanto alguien estallaba en vítores, aunque todavía no había comenzado ninguna pelea.
Pedro me tomó del brazo, emocionado.
—Gala, mira eso. Es como estar en una película.
—Una película bastante tétrica —repuse, aunque en el fondo estaba fascinada por lo ajeno que me resultaba todo.
Manuela caminaba al frente con paso seguro, saludando a algunos conocidos. Ella estaba radiante, con ese vestido ajustado que resaltaba sus curvas. Era evidente que estaba ansiosa por impresionar a Héctor.
Encontramos un lugar cerca del ring y apenas nos acomodamos, el presentador subió al centro con un micrófono que chirrió al encenderse.
—¡Señoras y señores, prepárense para la primera pelea de la noche! —gritó con voz ronca—. En esta esquina, con un récord invicto en estas veladas, el imparable, el demoledor… ¡Héctor “El Martillo” Torres!
Los aplausos estallaron como una ola. Héctor apareció caminando con el torso desnudo, los músculos tensos y tatuajes brillando bajo la luz tenue. Sonreía con esa arrogancia que tanto lo caracterizaba. Saludó al público levantando un brazo y, cuando sus ojos recorrieron a la multitud, se detuvieron en mí.
Me recorrió un escalofrío.
—¡Qué guapo está! —soltó Pedro con un suspiro exagerado.
—Está guapo para mí —lo cortó Manuela, sin apartar la vista de Héctor.
Yo no dije nada.
Héctor sonrió en mi dirección y me lanzó un guiño descarado. Sentí a Manuela tensarse a mi lado, y cuando giré la cabeza la encontré con el ceño fruncido.
—No vayas a caer en su jueguito, Gala —me advirtió en voz baja, aunque sus palabras sonaban más a súplica que a advertencia—. Tú sabes que él y yo tenemos algo.
Tragué saliva, conteniendo las ganas de decirle la verdad, de confesar que era mi padre quien me quería casar con él en unos meses.
Pero eso solo encendería un fuego que no estaba en posición de manejar.
Julieta me observaba en silencio. Sabía exactamente lo que pensaba y, con esa mirada que me atravesaba, me recordó que estaba ahí para sostenerme.
El contrincante de Héctor subió al ring. Un tipo fornido, pero se veía menos entrenado. El árbitro dio las instrucciones básicas, ambos tocaron los guantes y la pelea comenzó.
Los primeros movimientos fueron rápidos. Héctor lanzaba jabs veloces, probando la defensa de su rival. El público rugía con cada golpe conectado.
Yo lo miraba casi en automático, sin entusiasmo, hasta que noté que había alguien más en la escena...
Un joven alto, de piel tostada y cabello oscuro, se movía entre los segundos de uno de los peleadores, sosteniendo la toalla y el botiquín.
No parecía pertenecer del todo a ese mundo: sus ojos eran serios, intensos, como si cargara con algo más pesado que el resultado de esa simple pelea.
No lo conocía, jamás lo había visto, pero algo en su presencia me llamó la atención de inmediato.
Héctor dominaba el ring. Con un gancho directo mandó al contrincante contra las cuerdas, y El Galpón explotó en gritos.
Manuela aplaudía como si su vida dependiera de ello, y Pedro gritaba su nombre con una voz más aguda de lo normal.
Yo, en cambio, no podía dejar de observar al muchacho que estaba detrás, serio, inmóvil, pero con esa mirada que parecía ver más allá de la pelea.
El árbitro interrumpió los golpes para revisar al rival de Héctor. Mientras tanto, el muchacho levantó la vista hacia las gradas. Nuestros ojos se encontraron.
No sé qué me pasó.
Fue un instante, apenas unos segundos, pero sentí que el aire se espesaba entre nosotros. Su mirada era dura, desconfiada, como si me estuviera juzgando por estar ahí, con ese vestido caro que contrastaba con el humo y la suciedad del almacén.
Aparté la vista de golpe, sintiendo el calor subir a mis mejillas.
—¿Estás bien? —me susurró Julieta.
—Sí —dije sin pensar, aunque mi corazón latía desbocado.
La campana sonó y Héctor volvió a su esquina, orgulloso, saludando al público con los brazos en alto, pero yo apenas lo registré.
Porque en ese instante el chico me estaba mirando. Y supe que había algo diferente en él. Algo que me atraía y me asustaba a la vez.
Y lo peor de todo era que él ya me había visto a mí.
Dos rounds después, Héctor levantó los brazos con soberbia justo cuando el árbitro detuvo la pelea otra vez. Su rival estaba en el suelo, exhausto, incapaz de levantarse antes del conteo. El Galpón entero rugió con aplausos y vítores.
Manuela chillaba su nombre, aplaudiendo hasta que las palmas le quedaron rojas.
Julieta la miraba de reojo con una mezcla de fastidio y resignación. Pedro reía como si estuviera en un espectáculo de circo.
Yo, en cambio, me sentía ausente. No podía olvidar la mirada de aquel chico que estaba en la esquina, con esa seriedad que me había atravesado. Aunque ahora había desaparecido.
El presentador volvió al centro del cuadrilátero, su voz raspando el micrófono.
—¡Y ahora, señoras y señores, no se vayan! La siguiente pelea está por comenzar.
Un murmullo excitado recorrió a la multitud. Los asistentes cambiaron de postura, algunos apostadores levantaron billetes, y el aire se volvió todavía más espeso. Mis ojos siguieron a los asistentes que se movían alrededor del ring, y entonces volví a verlo.
El chico que antes estaba en la esquina subió al cuadrilátero.
No llevaba la arrogancia de Héctor, ni su desplante ante el público. Subió serio, firme, con los guantes puestos y el rostro en calma. Había en él una agilidad que lo hacía parecer imponente. Seguridad. Determinación. Como si no existiera otra opción que ganar.
Mi pecho se apretó.
El presentador anunció su nombre, pero el ruido era tanto que no lo escuché. Solo registré el movimiento de su cuerpo cuando el árbitro les indicó que se prepararan.
La campana sonó.
El primer golpe fue rápido, directo y retumbó en mis oídos como si lo hubiera recibido yo. Sentí el eco en el estómago, una tensión nueva que no conocía. El rival contraatacó, y el chico esquivó con una facilidad hipnótica, como si supiera exactamente dónde iba a aterrizar cada puño.
Mis manos sudaban.
Él lanzó un jab rápido, luego un gancho que impactó de lleno en el rostro de su contrincante. El público gritó, pero apenas lo escuchaba. Mi mirada estaba fija en cada movimiento, en la manera en que sus pies se deslizaban con precisión, en la fuerza de sus hombros al girar, en la frialdad con que bajaba la guardia solo para provocar y después devolver el golpe con más potencia.
Estaba fascinada.
Cada vez que recibía un impacto, yo contenía el aliento. Cuando conectaba un golpe, algo dentro de mí se encendía. No era solo la violencia del ring; era la manera en que se movía, como si nada ni nadie pudiera derribarlo.
—Vaya, vaya… —dijo mi amigo, sacándome del trance. Estaba pegado a mí, con una sonrisa pícara—. Alguien no puede quitarle los ojos de encima al nuevo.
No tuve fuerzas para negarlo.
—Está buenísimo, ¿no? —continuó, divertido—. Y pelea con una intensidad que ni Héctor logra. Cuando esto termine deberíamos invitarlo a la fiesta. ¿Qué dices?
Tragué saliva. Quería responder, pero la garganta no me dejó. Apenas logré asentir, con la vista todavía atrapada en el cuadrilátero.
Pedro rió bajito, satisfecho con mi reacción.
Yo no podía articular palabra. Todo mi mundo se había reducido a ese ring, a ese chico que no conocía, pero que me hacía sentir como si cada golpe que daba fuera un latido propio.
Y supe, sin querer admitirlo todavía, que algo en mí había cambiado para siempre.