76: Amor que Arde, Odio que Hiere

La mansión seguía impregnada de ese olor metálico que se me había quedado atrapado en la garganta, aunque el cuerpo ya había desaparecido y los hombres de Luca hubiesen limpiado todo. Yo no podía apartar de mi mente la imagen de aquella caja, la sangre aún fresca y el rostro inerte del hombre al que con tanta crueldad le cortaron la cabeza. No podía. Sentía que algo se me había roto por dentro, como si hubiera traspasado una línea invisible, un umbral de violencia al que no estaba lista para entrar, pero del que ya no había retorno.

Esa noche, mientras todos intentaban retomar un aire de falsa calma, yo busqué a Luca. Lo encontré en el salón principal, con el teléfono en las manos mientras daba órdenes, y ninguna de ellas sonaba nada alentadora. Él estaba iracundo, aunque lo disimulaba con ese aire helado de control absoluto.

—No puedo soportar esto, Luca —le dije, la voz quebrada, acercándome a él—. No puedo con tanta sangre. No puedo con la idea de que el próximo seas tú.

Él me m
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