El alba llegó gris, con esa luz desvaída que hace que todo parezca más frío de lo que realmente es. Desde la ventana de mi habitación vi a los obreros entrando por la reja principal, cascos blancos, tablas al hombro, el eco metálico de los andamios trepando por la fachada como una telaraña nueva sobre una herida vieja. La casa aún olía a yeso fresco y pintura, y debajo de ese aroma estaba el rastro terco a pólvora que, por más que ventilaban, se negaba a irse. La mansión resistía, pero yo sentía que por dentro algo se me estaba desmoronando a cámara lenta.
Luca no había vuelto a mi cuarto desde la pelea. Oí su voz anoche, grave, cortante, dándole órdenes a sus hombres en el pasillo. Alcancé fragmentos: “lotes”, “proveedor”, “cadena de custodia”. Sonaba como un general preparando una emboscada. Yo pasé la noche mirando el techo, repasando una y otra vez la idea que me había estallado en el pecho.
Me vestí despacio, con una camisa amplia y pantalones de lino. Mis manos, aún finamente