La mansión no dormía nunca del todo. Aunque desde mis ventanas todo parecía calma, siempre había un murmullo que me recordaba que no era un hogar, sino una fortaleza. Pasos pesados en los pasillos, puertas que se abrían y cerraban, voces graves en un idioma que no siempre entendía. Eran hombres armados, hombres de Luca. Y cada vez que él desaparecía por la noche, ese movimiento aumentaba.
No pude ignorarlo más. El recuerdo de su camisa manchada, de la urgencia en sus ojos la última vez que lo vi salir a medianoche, se había quedado tatuado en mi mente. Algo en mí necesitaba saber. Necesitaba ver con mis propios ojos lo que él hacía allá afuera.
Esa noche esperé. Fingí dormir, pero mis oídos estaban atentos. Pasada la una de la madrugada, escuché lo que había anticipado: puertas cerrándose, pasos firmes y el rugido contenido de un motor en la distancia. Me levanté despacio, con el corazón latiendo tan fuerte que temí delatarme.
Abrí mi puerta y me asomé al pasillo. Un guardia avanzaba