El silencio después del caos nunca es silencio verdadero. Es como un zumbido constante, un eco que vibra en la piel y se mete en los huesos. El cuarto blindado donde me había dejado Luca parecía demasiado pequeño, demasiado sofocante, para contener mi respiración acelerada y el temblor que aún me sacudía. El olor a pólvora todavía estaba en el aire, pegado a mi ropa, a mis manos.
No sé cuánto tiempo pasó. Minutos, tal vez horas. El tiempo, en medio del miedo, pierde toda medida.
Entonces la puerta se abrió de golpe y mi corazón se detuvo.
Era él.
Luca llenó el marco con su cuerpo, su camisa ahora más desgarrada, el pecho agitado, la mandíbula dura como el hierro. Y allí lo vi: la mancha oscura en su costado, expandiéndose como una sombra maldita. Sangre.
—¡Luca! —el grito se me escapó antes de pensar.
Él se apoyó un segundo en la pared, como si la adrenalina lo mantuviera de pie a la fuerza. Luego intentó erguirse, como si no quisiera mostrarme debilidad.
—No es nada —murmuró, con esa