El vapor llenaba el baño como una niebla espesa que me envolvía por completo. El agua caliente corría sobre mi piel, cayendo en hilos que arrastraban el cansancio mental de los últimos días. Cerré los ojos, dejándome llevar por la sensación de alivio, intentando convencerme de que todo estaba bajo control, de que podía resistir la espera, la tensión, el miedo a otro fracaso.
Hasta que lo sentí.
Un tirón repentino en el vientre bajo, un calambre tan agudo que me dobló en dos. Tragué saliva, pensando que sería algo pasajero, un dolor común. Pero entonces la sentí: esa humedad diferente, espesa, que nada tenía que ver con el agua. Miré hacia abajo y el mundo se me derrumbó.
La sangre. Oscura, abundante, mezclándose con el agua y tiñendo el suelo blanco de la ducha como una mancha imposible de ignorar.
—No… no… —susurré, temblando, llevándome una mano a la entrepierna mientras otra punzada brutal me atravesaba el vientre.
El dolor se volvió insoportable, y de mi garganta escapó un gr