Los días después del segundo intento fallido se volvieron densos, como si la mansión hubiera inhalado la frustración que yo llevaba en el pecho y ahora me la devolviera multiplicada. Luca parecía decidido a no dejarme sola ni un instante. No importaba si estaba leyendo en la biblioteca, comiendo en silencio en el comedor o recostada en la cama, él siempre aparecía, con esa presencia que me sofocaba y al mismo tiempo me confundía. No era que hablara mucho, de hecho, apenas decía nada, pero su cuerpo siempre estaba cerca, demasiado cerca. Una mano sobre mi hombro para “acompañarme”, un roce deliberado cuando me pasaba un vaso de agua, la costumbre repentina de abrir él mismo la puerta de mi habitación como si fuese su derecho.
Al principio lo toleré, porque una parte de mí quiso creer que lo hacía para asegurarse de que el proceso de aceptación funcionara, que su control era una especie de cuidado retorcido. Pero una noche, cuando lo encontré de pie frente a la ventana de mi cuarto, mi