La habitación a la que me condujeron era, irónicamente, la más lujosa en la que había estado desde mi secuestro. Grandes ventanales con vistas a un jardín seco y, más allá, el brillo lejano del mar bajo el sol griego. La belleza era un insulto, un marco dorado para mi jaula. La debilidad me pesaba en los huesos, un mareo constante que amenazaba con devolverme al suelo. Sabía que mi primera batalla no sería por la libertad, sino por mantenerme consciente.
Poco después de encerrarme, llegó una mujer de rostro serio y manos prácticas. Una enfermera. Sin mediar palabra, me tomó el brazo y clavó la aguja de un antibiótico. El pinchazo fue un alivio casi inmediato, la promesa de que mi cuerpo dejaría de luchar contra sí mismo. Me dio una pastilla para la fiebre y un vaso de agua. No era bondad; era mantenimiento. Yo era un activo que se estaba depreciando y necesitaban repararme.
Más tarde, una sirvienta de mirada baja dejó una bandeja con comida simple: pan, queso, aceitunas. Mi estómago