La última cosa que recuerdo con claridad fue la sonrisa de Enzo. No era la sonrisa torpe del chico asustado que llegó a nuestra casa, ni la mueca de odio de la biblioteca. Esta era la sonrisa de un verdugo que ve cómo cae la hoja. Un destello de triunfo absoluto, y luego, la punzada fría de una aguja en mi cuello.
La oscuridad no fue inmediata. Fue un vórtice que se me llevó a rastras, un mareo nauseabundo donde los sonidos se distorsionaban y la luz se desvanecía en manchas borrosas. Sentí manos ásperas que me agarraban, la textura áspera de una alfombra sucia contra mi mejilla, el traqueteo de un motor... y luego, la nada.
El despertar fue peor.
Fue un regreso lento y doloroso a la conciencia, como emerger de las aguas profundas de un pozo sin fondo. Lo primero fue el frío. Un frío húmedo que se colaba hasta los huesos, un frío de piedra y abandono. Lo segundo fue el olor: a moho, a polvo viejo y a una débil pero inconfundible nota de desinfectante barato, como si alguien hubiera in