El regreso a casa fue un viaje silencioso, cargado no de tensión, sino de la pesada losa de lo que acabábamos de vivir. El olor a humo y pólvora parecía haberse incrustado en nuestra ropa, en nuestra piel. Massimo nos había informado rápidamente: milagrosamente, nadie había muerto, pero los heridos eran muchos. El mensaje de Ruggero estaba claro.
—No querían matarnos —dijo Luca, su voz un rumor grave mientras el auto se deslizaba por la verja de la mansión—. Era una advertencia. Un recordatorio de que pueden llegar a donde sea, de que pueden hacer temblar los cimientos de nuestro mundo. Si hubieran querido acabar con nosotros, la carga habría sido suficiente para enterrar el club y a todos los que estábamos dentro.
—Lo sé —susurré, mirando por la ventana el jardín que ahora parecía un frágil santuario—. Pero no fue solo un mensaje para la organización, Luca. Lo vi. Vi a Enzo.
Él giró la cabeza hacia mí, sus ojos grises afilándose.
—¿Dónde?
—En la calle, entre el humo. Me miró y... me