El fuego que Luca había encendido en el puerto no se apagaba. Ardería durante días, una herida abierta e incandescente en el flanco de Ruggero, y su humo parecía haberse instalado en los pulmones de nuestra casa. La tensión era un animal vivo que respiraba junto a nosotros, envenenando el aire. Luca, aunque recuperado del flashback de ayer, caminaba como un tigre enjaulado, sus pasos medidos pero cargados de una energía violenta que buscaba una salida. Los recuerdos ya no eran ecos lejanos; eran bestias que arañaban las paredes de su mente, exigiendo salir.
Hoy tendríamos una reunión crucial, con algunos de sus socios, que tenían información importante. Massimo (uno de los socios de confianza) había concertado un encuentro con un informante, un hombre con los ojos de un roedor y las manos inquietas que decía tener detalles sobre los movimientos de Ruggero en los muelles. Era en el estudio, con las cortinas corridas, sumiendo la habitación en un crepúsculo artificial. Luca estaba de p