Arrodillada frente a él, con el peso de la verdad sobre nuestros hombros, le conté todo. Cada palabra que había soltado el informante, Sandro, sobre el viaje de Ruggero a Milán, sobre la madre enferma y las deudas, sobre la historia envenenada de un padre que los abandonó. Le expliqué el calendario, los días posteriores al accidente, la manipulación calculada al milímetro para aprovechar su amnesia.
Luca me escuchó en un silencio absoluto. Su rostro, pálido y marcado por la fatiga del colapso, era una máscara impasible. Cuando terminé, sus ojos, esos ojos grises que empezaban a recordar el fuego y la sangre, se clavaron en los míos con una intensidad que casi resultaba física.
—Es una jugada inteligente —dijo al fin, su voz un rumor áspero—. Demasiado inteligente. ¿Y si esta revelación, esta "verdad" sobre el chico, es solo otra capa de la trampa?
Me quedé helada. No había considerado esa posibilidad.
—¿Cómo?
—Ruggero sabe que somos astutos. Sabe que investigamos. ¿Qué mejor manera de